No entendí entonces lo que significaba esa mirada.
Lo interpreté como una especie de sufrimiento silenciado desde el fondo de tu ser, de miedo —¿miedo a qué?—, un intento desesperado de encarcelar las palabras que pugnaban por salir de tu boca.
Tú siempre habías hablado sin ambages, imponiendo opiniones, tajante. Por ese motivo me impactó más esa mirada.
Muchos años después,
he aprendido que hay veces en que no puedes hablar —o no debes—, que te tragas las palabras que tu mente te impulsa a pronunciar, que casi las chilla, por un motivo muy simple. Aunque lleves la razón o conozcas la verdad. Sabes que si las pronuncias la reacción que se provocará será imparable y no estás preparado para ella. Demasiado dolorosa. Demasiado cara.
Por eso callas.
Aún así, tus ojos lo gritan en silencio.
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