El amanecer me encontró con los ojos abiertos; hacía mucho tiempo que no dormía. Un viento cálido avivó la putrefacción que me rodeaba, pero yo ya no olía nada.
No tenía hambre, comía para saciar una ansiedad que se había convertido en una oquedad insondable. Comía y vomitaba, y otra vez comía lo que acababa de vomitar. Así, cada día estaba más ligero, y me convertí en una marioneta de alambre llena de miedos.
Oí un ruido a mi lado; era el ataúd de mi dueño. El susto hizo que intentara alejarme, pero entonces la cadena sujeta a mi tobillo me recordó que estaba allí para siempre.
Algo escaló mi garganta provocándome una convulsión. Era sangre; un coágulo negro que se había pegado a las paredes de mi laringe. Escupí el coágulo en mis manos, que temblaban, descamadas hasta el punto en que las uñas comenzaban a desprenderse de mis dedos.
El sol iluminó la cadena que, aun oxidada, se reflejó en mi mirada cegándome un instante. Al recuperar la vista miré el grillete en mi tobillo y me di cuenta de que ya no estaba ajustado; el peso que había perdido hizo que me quedara suelto, y no me costó demasiado esfuerzo liberar mi pie.
Lo hice, fui libre, pero en el fondo sabía que no podría alejarme de allí; aún sentía que todo lo malo que me había pasado era por mi culpa, y que continuaba siendo esclavo del ser que descansaba en el ataúd.
Miré alrededor y encontré un trozo de madera. No habría tenido la fuerza necesaria para partirlo al medio, pero estaba en tal estado de descomposición que me fue fácil quebrarlo, dejando en una de las mitades una punta con filo.
La tapa del ataúd era imposible de levantar para alguien en mi patético estado, por lo que debí golpear para que él lo hiciera; y entonces la abrió:
–¿Qué quieres, esperpento?, ¿no ves que es de día?
–Esto se ha terminado –le dije.
Me miró con un leve aire de sorpresa, no como si le importara, sino más bien anonadado de que con mi voz, cada día más débil, pudiera emitir palabras que no respondieran a algo que él había preguntado.
–¡Esto se ha terminado! –dije en tono más fuerte.
–Te oí la primera vez, esperpento –dijo él–. Vuelve a tu rincón y déjame seguir durmiendo entonces.
–No…, no entendiste. Esto se ha terminado… ¡para ti!
Levanté la estaca y la clavé con todas mis fuerzas en el centro de su pecho, y él emitió un grito de dolor que hizo eco en cada rincón del castillo.
En un instante, el ser que me dominaba había perdido todo su poder:
–¡Espera! –dijo–. No me mates. Quítame la estaca, por favor. No fue mi intención esclavizarte; no lo pude evitar; es por culpa de mi alma.
El nudo en mi pecho se desató, y una paz interior me acogió como una madre. Necesitaba oír esas palabras, oírlas de su parte, y dejar de sentirme como el único culpable de mis desgracias.
–Lo lamento –continuó–. Mi alma está viciada, corrupta; infecta de enfermedades que no tienen cura. Por eso preciso alimentarme de tu sangre, drenarte gota a gota, hasta que no te quede nada.
Sujeté la estaca y la retorcí sobre la herida, y pronto soltó un último aliento. Su rostro no cambió; mantuvo el gesto de difunto que tuvo siempre.
Sonreí luego de mucho tiempo; el rostro me dolió al hacerlo, a falta de costumbre. Me alejé del cadáver y subí las escaleras, que se volvieron menos húmedas con cada escalón.
Llegué a un salón lleno de lujos, y logré abrir el portón a pesar de su tamaño; había comenzado a recuperar mis fuerzas.
Corrí por un bosque entre hermosas criaturas que me miraban cada vez vemos asustadas. Al principio las aves se alejaban ante mis pasos, luego mi respiración dejó de oírse como la de un engendro del averno y me sentí parte de la belleza que me rodeaba.
Pronto comencé a caminar mejor, a pararme más erguido, y hasta disfruté del aroma de las flores.
Llegué de pronto al final del bosque, y me quedé escondido entre las plantas para observar un pequeño poblado. El sitio me recordó al lugar en donde yo había nacido, y por un momento sospeché que se trataba del mismo pueblo.
Miré la gente pasar; personas llenas de vida. Me habría gustado estar con ellas para compartir su felicidad, quererlas y que me quieran, pero existe un problema: mi alma ahora está viciada, corrupta; infecta de enfermedades que no tienen cura. Por eso preciso alimentarme de la sangre de alguien más, drenarlo gota a gota, hasta que no le quede nada.
Autor: FEDERICO RIVOLTA
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