Cuando niño, en la chacra familiar, su padre lo dejaba al cuidado de la huerta. Como era fanático del orden, el pequeño no podía tolerar que algunos retoños crecieran curvos o que las raíces sobresaliesen más de la cuenta o que las hojas se excedieran en cantidad. Cuando notaba alguna anomalía de ese tipo, se empeñaba en extirparla.
El niño creció, y su familia lo dejó al cuidado de los animales. Como era un obsesivo del orden, el joven no podía consentir que las ovejas pasten en sitios inconvenientes o que las vacas se alejen de los campos delimitados o que los cerdos intenten salirse de su chiquero. Por eso es que, cuando observaba alguna aberración de tal naturaleza, se empeñaba en pasarlos a degüello.
De adulto se hizo agente de seguridad. Como era un intransigente de la disciplina, el hombre no podía admitir que los ciudadanos crecieran curvos, sobresaliesen más de la cuenta o se excedieran en cantidad, pasten en sitios inconvenientes, se alejen de los campos delimitados o intenten salirse de su chiquero. Por eso cuando veía alguna subversión de ese orden, se empeñaba en añorar las dictaduras.
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