Cuenta la leyenda que embarcaron un siete de mayo. Eran nueve personas pertenecientes a la etnia wolof que, huyendo del hambre y de las guerras, huyeron de sus tierras para encontrar algo mejor. Ese siete de mayo, con las primeras corrientes del océano, pasaron delante de la isla de Gorèe, una de las principales casas de esclavos entre los siglos XVI y XIX. A pesar de estar a dos kilómetros de dicha isla, jurarían que oían los gritos de sus antepasados aún tras los muros de los calabozos, los llantos de los niños en el llamado Lugar de donde no se regresa, las madres que consumían su dolor hacia adentro. Y las aguas los desplazaron.
Cuenta la leyenda que anduvieron días remolcados por un viento inexistente, cantando las canciones de su aldea, esa que los hacían reír de niños, esas con las que las abuelas perfumaban las paredes de sus casas de barro, esas canciones que acompañaban el camino cuando iban a la Casa de la Palabra. Ni el hambre podía callar esa música que adormecía al mar en la oscuridad. Sin saber a dónde iba, fueron. Sin saber qué hacer, lo hicieron. Sin saber por qué morir, murieron.
Cuenta la leyenda que aún están allí, en ese lugar innombrable, remolcados por las aguas, y que en esa noches en que la quietud es una norma, aún se oyen esos ritmos wolof haciendo que los que pasan a su lado se sientan menos solos. Pero claro, esto sólo es una leyenda.
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