EL SECRETO ECLESIÁSTICO
Por franciscomiralles
Enviado el 16/05/2019, clasificado en Cuentos
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A principios del siglo anterior, Francisco que era un joven seminarista de diecisiete años destinado a ser sacerdote y oriundo del pueblo rural Benasal perteneciente a la provincia de Castellón que está situada en la parte más septentrional de España y en la Comunidad Valenciana, entró en el despacho del director y padre espiritual de aquel centro docente, y éste que era un hombre de luenga barba y con una circunspecta expresión con la que pretendía inspirar a sus alumnos un temor reverencial instó a aquel pupilo a que hablara.
- ¿Qué se te ofrece Francisco? - inquirió el director con un aire displicente.
- Vengo a decirle que deseo irme de aquí. No quiero ser sacerdote - respondió el aludido con resolución.
-¿Y éso por qué? ¿Es que acaso has perdido la fe vocacional?
- Aparte de esto, han intentado abusar de mi. Y eso no me gusta nada. Yo no soy así.
- Bueno. Tú mismo. Pero antes de abandonarnos, tienes que jurar ante el Santísimo que no revelarás nada a nadie de lo que has visto en este lugar. Si lo haces la ira de Dios caerá sobre ti porque a pesar de todo nosotros somos los depositarios de su Sagrado Mensaje para la gente de buena voluntad.
Francisco que era un sujeto muy recto que depositaba en la palabra dada toda su valía personal lo juró solemnemente.
Así que poco después Francisco regresó al hogar familiar y cuando el joven le notificó a su padre que era un hombre muy religioso que no quería ser sacerdote, fiel a su juramento que le había hecho al director de aquel centro, se guardó muy bien de explicarle lo que sucedía en aquella Institución. "¡Que disgusto, que disgusto más grande!" - repetía una y otra vez el padre de Francisco sin atinar a qué venía aquella drástica decisión de su hijo-.
Sucedía que en aquellos lejanos años en Benasal, al igual que en muchos otros pueblos de la Península un hombre joven tenía dos opciones: o ser un campesino y trabajar la tierra de sol a sol, o ser un servidor de la Iglesia. En el caso de abrazar la profesión sacerdotal este hombre automáticamente se convirtiría en una autoridad de la localidad al igual que el alcalde, el maestro de escuela, y el médico. El hecho de que Francisco renunciase a ser un clérigo esto suponía que la categoría social a la que aspiraba su familia en el pueblo se desvanecía como el humo de un cigarrillo y todo seguiría igual.
Por otra parte Francisco también era consciente de que si un buen día se soltase de la lengua; que propagase el secreto de la tendencia pedófila de muchos de los que residían en aquel centro eclesiástico, que si bien por un lado ellos predicaban con un celo tan excesivo como enfermizo la contención de la carne, y por el otro lado hipócritamente y a escondidas practicaban aquella desviación sexual, su credibilidad, su prestigio y sobre todo su sentido de autoridad moral sobre la gente se desmoronaría como un castillo de arena. El negocio se iría a pique y nadie sabría en qué creer.
Francisco emigró a Barcelona, se hizo un operario industrial, se casó con una mujer menestrala y tuvo hijos. Mas al cabo de muchos años cuando él ya era un hombre anciano y estaba casi al final de su vida, en un momento determinado reveló por fin a sus familiares aquel vergonzoso secreto de la Iglesia que desde aquel entonces había dormitado en el fondo de su conciencia.
Este tipo llamado Francisco era nada más y nada menos que mi abuelo paterno.
Curiosamente cuando yo tenía unos quince años de edad mis padres me inscribieron en un colegio religioso, puesto que en aquella época muchas familias llevaban a sus hijos a estos centros docentes para que recibieran una educación "con buenos principios".
En dicho sitio había toda suerte de frailes como en la vida misma. Habían unos cuántos que eran honestos, los cuales se esmeraban en enseñarnos realmente; habían otros que iban locos de deseo por las madres que venían a buscar a sus retoños para regresar al hogar que por cierto muchas de ellas estaban de muy buen ver; pero habían muchos otros que eran unos verdaderos neuróticos y unos sádicos que odiaban a los alumnos de familias burguesas, puesto que ellos venían de diversos pueblos económicamente deprimidos del país y que se habían hecho frailes para tener un seguro régimen de vida, por lo que se ensañaban humillando y pegando a los alumnos más lentos en aprender. "Eres un desastre que no harás nada bueno en esta vida" - les decían.
Recuerdo que un día por la tarde en mi clase vino un profesor de Geografía llamado Mendoza, y al parecer su peculiar antena mental le advirtió que yo era un alumno algo "diferente" a los demás. No armaba jolgorio como mis condiscípulos. Entonces el hombre se pasó la mano por los ojos, y me llamó.
-¡Miralles, ven aquí!
Yo extrañado me acerqué a su mesa que estaba encima de una tarima.
- Oye. ¿tú de dónde eres? - me preguntó en voz baja, siseante.
- De aquí. De Barcelona - respondí.
- Ya. ¿Pero dónde vives?
- En Publo Nuevo (Un barrio que linda con la Villa Olímpica).
-¡Oh, los de Pueblo Nuevo soís muy pillos, muy pillos... - dijo él en segundas.
-No sé. Supongo que habrá de todo como en cualquier parte.
- Oye. ¿A ti que te gustan más los toros o las vacas? - inquirió.
Aquella pregunta me pareció absurda pero le contesté:
- Ni los toros ni las vacas. A mi me gustan las chicas.
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