Había una vez tres cerditos que vivían en las profundidades del bosque. Como el lobo feroz siempre los estaba persiguiendo decidieron construir una casita en la que protegerse. El menor la hizo de paja, el mediano de madera y el mayor, más trabajador, de ladrillo y cemento.
–O–
Largo había sido el camino recorrido por George Imahara desde su Colorado natal. Al primero de la familia Imahara nacido en los Estados Unidos, la noticia del ataque japonés a la base de Pearl Harbor le había sorprendido ejerciendo su trabajo de repartidor en la farmacia del señor Kobayashi. Contaba entonces dieciséis años, y era huérfano de padres desde hacía solo dos.
–Preveo malos tiempos para todos nosotros –comentó con desasosiego Noriyuki Mochida, el más anciano de los clientes allí congregados.
–¿Por qué dice eso, señor? –le preguntó extrañado el joven Imahara–. Nada tenemos que ver con el ataque.
»Además, ya somos muchos los que hemos nacido en los Estados Unidos, ciudadanos por derecho de nacimiento.
–¿Tan seguro estás, joven? ¿De verdad crees que tus «compatriotas» van a ver la diferencia entre unos ojos rasgados y otros.
»Hazle caso a este viejo loco; la vida se va a poner muy fea para los nuestros, más si cabe para los que vivimos tan cerca del Océano Pacífico y de la Marina Imperial Japonesa. Se nos acusará de traidores, y sufriremos las consecuencias. Huye al interior del país si tienes la posibilidad, aunque lo más sensato sería retornar a Japón y buscar abrigo entre los familiares que dejamos allí.
Al anciano no le faltaba razón. Las muestras de rechazo hacia todo lo japonés comenzaron a las pocas horas del ataque a la base americana, auspiciadas por el propio Gobierno, en una imparable escalada de odio que culminaría meses después con la Orden Ejecutiva 9066, firmada de puño y letra del presidente Roosevelt, por la que todos los japoneses residentes en los Estados Unidos debían ser confinados en campos de concentración llevando consigo una sola maleta en la que transportar los escombros de su sueño americano.
–O–
–Déjame entrar, cerdito –dijo el lobo–. No voy a hacerte daño...
–¡Ni pensarlo malvado lobo! –respondió el cerdito sintiéndose protegido tras los muros de paja.
–¡Pues entonces soplaré y soplaré y la casa derribaré!
Y el lobo empezó a soplar, y a soplar, y lo hizo con tanta fuerza que la débil casita se vino abajo.
–O–
Solo como estaba, sin familiar alguno al que recurrir en toda Norteamérica, George decidió seguir el consejo del profético anciano y huir hacia la relativa protección que suponía el nutrido grupo de los Imahara allá en la lejana Japón, queriendo el destino que consiguiera escapar antes de la promulgación de la injusta ley. El recelo hacia los japoneses nacidos en los Estados Unidos aún no había arraigado en el país nipón, y para cuando empezó la persecución de todos ellos, George ya ocultaba su peligroso origen en la ciudad de Hiroshima, una gota de lluvia diluida en un mar de cuatrocientas mil almas. Allí, asentado en una granja familiar a las afueras de la ciudad, encontraría el amor en la joven lugareña llamada Kaiyo.
–O–
–¡Soplaré y soplaré y la casa derribaré!
Y el lobo empezó a soplar, y a soplar, pero esta vez le costó mucho más trabajo derribar la casita. Los dos cerditos salieron como bien pudieron de entre los tablones de madera, huyendo en dirección a la casa del hermano mayor.
–O–
Las sirenas anunciaron un nuevo ataque aéreo. George, al que todos en el barrio conocían con el falso nombre de Fujita, buscó refugio en las entrañas de un colegio cercano, dejando la bicicleta con la que repartía los frutos de su trabajo en el campo olvidada de cualquier manera en la calle. Con el corazón ligero pues no temía por la vida de su esposa, protegida por la distancia a la que se encontraba la granja, el joven intentó consolar el profundo terror que sentían los escolares con él recluidos, asustados como los tres cerditos de aquel cortometraje animado que disfrutara en una de las pocas veces que había pisado un cine en su infancia estadounidense, tan lejana ya en el espacio y en el tiempo. Y a la narración del cuento se lanzó el joven, ahuyentando lentamente el miedo de los niños con su templada voz. «El lobo, incapaz de echar abajo con sus soplidos la casa de ladrillo, decidió entrar en ella a través de la chimenea –contaba a su atenta audiencia–, sin saber que el hermano mayor, conociendo sus intenciones, había puesto al fuego un caldero con agua.»
-¿Resistirá el colegio, señor? –interrumpió el relato uno de los pequeños.
-¡Claro que sí! –respondió George con una seguridad que no sentía en absoluto–. Estas paredes fueron construidas por el más trabajador de los tres cerditos.
»¿No os lo había dicho?
Perfilándose en el azul de una mañana totalmente despejada, el bombardero Enola Gay sobrevolaba en ese instante el cielo sobre la isla de Shikoku en torno a los nueve mil quinientos metros de altitud. Eran las ocho y nueve minutos del 6 de agosto de 1945, y en sus entrañas transportaba el soplido del lobo feroz.
–O–
Los dos cerditos aprendieron la lección, y con gran felicidad se pusieron a cantar:
¿Quién teme al lobo feroz?
Al lobo, al lobo…
¿Quién teme al lobo feroz?
B.A.: 2019
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