Bebíamos agua helada en la única tienda del pueblo, un local pequeño con piso de tierra, mesitas de madera pintadas de colores vivos y el techo de palma, de repente se quedó mirando el gran disco naranja que empezaba a ocultarse en el horizonte; esa tarde comprendí que había aprendido a quererlo, tal vez por eso la tristeza en sus ojos de ámbar me carcomía el alma.
Es interesante –dijo casi sin pensarlo- la mayoría de nosotros creía en un futuro con carros flotantes, ciudades de cristal… y mira la mierda que quedo.
Fue la guerra –respondí de inmediato-
La guerra fue culpa del hombre, niña –contesto sin apartar la vista del sol, luego repuso- al menos como fue la última, si fue culpa nuestra, nosotros fuimos a provocarlos.
Usted es un ángel, señor, en todo caso usted no participó de esa culpa…
No siempre fue así –me confesó, llevó su índice a la altura del corazón- alguna vez tuve la fortuna de morirme si enterraba un puñal aquí, ahora no podría, ni siquiera dolería.
¿Usted no puede sentir dolor, señor? –le pregunte, me miró fijamente y sacó de entre sus alas un pequeño relicario:
Mírala bien –dijo descubriendo la pequeña foto en blanco y negro- ¿no te parece bella? Hace algunos siglos tenía 25 años, tuve que rogarle para que sonriera, estaba asustada por los enormes bigotes del fotógrafo. He cruzado dimensiones y tiempos, pero no logró encontrarla aún… ese es el dolor más grande que he tenido hasta hoy.
-Me quede callada, sentí un dolor en el pecho y no pude contenerlo:
Yo sé en donde vive –le dije-.
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