El sol ausente

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Don Alejandro despertó súbitamente, alarmado por el extraño ruido en el cuarto contiguo; camino a través del piso de baldosa y cogió el palo de la escoba antes de entrar, por si hubiese la necesidad de defenderse; abrió la puerta con cuidado y encontró a Alejandrito –como él le decía- arrodillado en la esquina de la recámara, con sus alitas tristes y una expresión desencajada en el rostro. Don Alejandro perdió el sueño al instante y sintió que una ráfaga celestial le atravesaba el pecho.

Alejandro lo miró profundamente, al igual que esa mañana de abril cuando lo dejo en el seminario, extendió su plumaje aún torpe y se incorporó lentamente:

¿Puede verlas padre? Pronto serán hermosas –le dijo-. El dolor de su divinidad temprana combinado con el vacío de un amor irrealizable le pintaba una tristeza infinita en los ojos-  ahora puede usted ir a contarle al pueblo que triunfó, ya tiene un hijo puro y correcto, cómo lo quería…  si se encontrará a Julia en el camino, por favor pídale que me perdone, no pude llegar, pero encontraré la manera de volver a ella…

Antes de salir de la casa le dio un beso en la frente Don Alejandro:

-No se preocupe papá, si tuviese algo que perdonarle, ya está hecho-

Un resplandor que iluminó todo el pueblo se hizo presente, la gente salió a la calle y contemplaron como se hizo un gran hueco a través de los grises nubarrones, el cuerpo de Alejandro ascendió lentamente, hasta que el cielo fue cerrándose poco a poco. El sol no habría de aparecer en el pueblo durante mucho tiempo.   


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