Hendiduras
I
El cuerpo de Alejandro fue descubierto por el sacristán de la parroquia, muy cerca del amanecer, tenía las manos en el pecho y una expresión de paz en el rostro, yacía entre sus maletas, acomodadas escrupulosamente, listas para el viaje que le permitiría casarse con Julia. La escena solo era violentada por un charco negro que brotaba de algún lugar incierto, se había atado en la mano a forma de pulsera el rosario con el que oraba todos los días para olvidarla.
Los gritos del sacristán despertaron a los estudiantes, rápidamente llegaron a la recámara:
El obispo salió muy temprano –les dijo, hincado en el piso, acomodando la cabeza de Alejandro en sus piernas- avisen al velador que vaya a buscarlo a la casa de la señorita.
¿Cuál señorita? –Preguntó uno de ellos-
Solo digan al velador que es la casa de la señorita, él sabe a dónde ir.
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El obispo encontró el cuerpo de Alejandro en la cama, recién lo habían colocado para que no se mojará más por la sustancia negruzca, al instante pidió a todos que salieran y lo puso bocabajo, comprobó que la sustancia brotaba de unas hendiduras en la espalda alta, cómo si su cuerpo se estuviese drenando de alguna impureza mayor. Permaneció en silencio físico, conversando mentalmente con Dios, pidiéndole sabiduría para saber qué hacer…
-Avisa a Doña Margarita- dijo al sacristán cuándo recuperó la voz y salió a la galería –si Julia se entera, es mejor que venga de su hermana, al final es como su madre.
¿Y la familia de Alejandro? –Pregunto él-
Será un día largo, hijo –contestó el obispo-yo iré ir a ver a su padre.
Antes de partir el sacristán tuvo un momento de debilidad: padre Rafael, yo preferiría no ir, no tengo el corazón para ver a la señorita…
El obispo colocó cuidadosamente el rosario de Alejandro en la mano del muchachito e intentó tranquilizarlo: entrégale esto a Doña Margarita, dile que es para Julia, solo llévala a su casa y no bajes del coche… serás el nuevo rector, así que debes irte acostumbrando a estos vaivenes.
III
El obispo salió rápidamente, cogió el camino más largo, sentía una opresión en el pecho y unas ganas irreparables de llorar. Recordó a Alejandrito el día que lo bautizó, corriendo alrededor de las palomas en el atrio, con su traje blanco y unas botitas de charol, sonriendo y jugando con su padre, vinieron a su mente las palabras que le dijo:
-Eres lo único que tiene, Alejandro, cuídalo mucho, de su madre Dios se encargará, pídele que la perdone-.
Tuvo que parar en la botica para pedir de favor que le regalaran un algodón sumergido en alcohol, para el mareo. El dueño se preocupó mucho, pero el obispo se negó a que lo llevarán en carro, siguió caminando, algunos metros más adelante una corazonada le dijo que Doña Margarita había llegado hace no mucho a casa de Julia para darle la noticia, no pudo contenerse, caminaba llorando, casi sin hacer ruido.
Quince minutos después llegó a la esquina y dio la vuelta, vio a lo lejos la casa, enseguida Don Alejandro salió corriendo a media calle y cayó de rodillas, el obispo quiso correr también pero las piernas no le respondieron, justo en ese momento un resplandor lo cegó por unos instantes, talló sus ojos contra la manga de la camisola y pudo ver a Alejandro elevándose.
Cuando el desconcierto paso, Don Alejandro aún seguía tirado a media calle, se tiraba violentamente de los cabellos, gritaba al cielo pidiendo perdón, los niños tuvieron que ser retirados a sus casas, incluso los más adultos encontraron que era insoportable verlo.
El obispo llegó al encuentro de Don Alejandro, intento tranquilizarlo pero fue imposible, pidió ayuda de los morbosos que se quedaron hasta el final, tuvieron que cargarlo y llevarlo al seminario, padeció fiebre durante tres días.
IV
El cuarto día las puertas del seminario se abrieron nuevamente, para que la gente pudiera visitar la recámara del emisario de la palabra que se volvió ángel.
El obispo habló frente a todos, pidió que estuvieran llenos de júbilo por el regalo de Dios. Don Alejandro apareció a un lado del pequeño arreglo floral que sirvió como simbolismo del funeral que pasó a ser recordado como el único en la historia del pueblo donde no hubo ni caja ni cuerpo. La atmosfera era rara, las personas no sabían si dar el pésame o felicitar al padre del ángel.
Cuando estaba a punto de terminarse la fila de gente, Don Alejandro advirtió la presencia de Julia, vestida de un gris tan profundo que se confundía con el color del cielo, sabedora de la verdad que rodeaba el milagro, culpándose en secreto por la desventura de su amor… recordó las palabras de su hijo para ella, pero no tuvo valor para enfrentarla, se retiró poco a poco, caminando hacia atrás, se perdió entre la gente y se recluyó para siempre en el seminario, nunca más se le escuchó decir una palabra.
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