El horror de Mondongo

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Cómo había ido a parar aquél pequeño espejo a la sabana africana, es cosa que no llegué a saber.

Lo recogió Fandango, el guerrero más valiente de la tribu. Reconoció, al mirarse en él, la cara de su padre que había desaparecido siguiendo las huellas de un león. Llevó el supuesto retrato a la choza donde vivía con su fiel esposa. El guerrero mostró  orgulloso el rostro que decía ser de su padre a Fritanga. Ella miró al espejo y se enfadó mucho.

—¿Cómo me traes el retrato de una mujer queriéndome engañar diciendo que es el de tu padre? Además, ni siquiera es del poblado y tiene la desfachatez de llevar mis mismos collares.

Fandango estaba desolado. Miraba y miraba la pulida superficie en la que una y otra vez aparecía la cara de su progenitor.

Decidieron llevarle el objeto a sus vecinos de la choza de al lado.

Diptongo comentó que el de la imagen era igualito a un amigo de su madre y Charanga reconoció a su hermana mayor a la que se comió un cocodrilo cuando fue a coger agua al río.

Uno a uno, todos los miembros de la tribu se miraron en el cristal. Cada uno veía una persona diferente. Parecía cosa de magia (negra, claro) por lo que decidieron llamar al brujo.

Mondongo se presentó ataviado con todas sus armas para contrarrestar el maleficio que, según le contaban, se escondía en aquél pequeño objeto.

El curandero tomó el espejo y grande fue su ira. Otro hechicero, con los mismos  pertrechos contra los encantamientos, le miraba a los ojos con desafío.

Mondongo bailó toda suerte de danzas y gritó todo el repertorio de hechizos que conocía. Cada poco, se acercaba al espejo y al ver a su rival que seguía con amenazadora mirada, retomaba el ritual.

Toda la tarde estuvo con sus conjuros hasta que vio signos de cansancio en su oponente.

Aquella noche, todos cayeron rendidos tras las emociones que el  día les había deparado. También por las bebidas que consumieron para… «espantar el mal de ojo».

Por la mañana, todos en peregrinación y con el espejo mirando a tierra, se encaminaron a la catarata cercana al poblado.

Tras unas palabras que sirvieran para exorcizar el ambiente, el objeto de la discordia fue arrojado a las aguas.

Quedó varado en una piedra. Bajo los rayos del sol un reflejo impactó en la cara del brujo. Éste dio un salto de espanto y  se metió en el agua.

Cubría poco y pudo darle con el pie y sacarlo. Con aprensión lo sacó del río. Su enemigo continuaba mirándole. Lanzó el espejo tan fuerte como pudo. La catarata lo hizo desaparecer.

No se volvió a hablar sobre el asunto nunca más en el poblado.

Mondongo prohibió bañarse aguas abajo de la cascada.

El resto de su existencia vivió con el temor de que su rival saliera de las aguas para arrebatarle su puesto de hechicero oficial de la tribu.


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