La primera vez que contemplé su actuación me quede atónito. Era un mago con el fuego. Podía permanecer varios segundos entre llamas sin parpadear y sin sufrir la más leve quemadura. Pero ese no era su número estelar. Se movía entre los trapecios como si volara. Saltaba y daba giros con tal maestría que se diría que la gravedad no le afectaba. El último efecto consistía en un doble mortal….que fallaba! Caía desde una considerable altura. El público daba un grito de angustia y algunos huían del lugar. Transcurridos unos instantes, el trapecista se ponía de pie sin un rasguño y saludando a los aterrados espectadores con la mejor de sus sonrisas.
Era un tipo de lo más singular. No se sabía nada de su vida privada. Se ignoraba todo de sus aficiones, familia o amigos si los tenía. Sólo se conocía su afinidad con Ernesto, otro trapecista que ocasionalmente trabajaba con él. Ernesto era una mala persona. Había logrado burlar a la justicia en numerosas ocasiones. Robos, violaciones y hasta un asesinato le habían hecho acudir a juicios de los que, por falta de pruebas, siempre salía indemne. Todo un ejemplar. Ésa noche, ambos trapecistas actuaban en el mismo número. En el trance final, justo antes del doble mortal, Ernesto se vió asido con fuerza por el brazo y ambos se precipitaron al suelo. El mago esta vez sin sonrisas ni saludos, simplemente desapareció. El otro quedo muerto en mitad de un charco de sangre. Hubo quien contó que un leve olor a azufre llenó la sala.
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