Habana

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Era su segundo día en esa ciudad. Aún no se lo creía. El viaje fue preparado con mucha ilusión y expectación. Nada más llegar al hotel ubicado en el célebre malecón cubano, decidieron dormir pues esa noche se iban de “rumba” con unos amigos locales y la noche prometía.

Y llegó. Salieron de la habitación como dos enamorados dispuestos a descubrir todo lo que una ciudad como La Habana puede o quiere mostrar a algunos afortunados que la conocen bien.

Al salir por la puerta giratoria, ahí estaban Carlos y Ana esperándoles fuera del coche fumando un cigarrillo. Como buen cubano, no pudo reprimir su espontaneidad y soltó: “¡¡¡Tremendo mangón compadre!!! Ya puedes tener cuidaíto esta noche” y su paisano le soltó, acompañado de su bella sonrisa y un fuerte apretón de mano y abrazo: “Este mango va a estar cuidadito toda la noche”.

Cenaron en una casa que sólo los locales eran los clientes asiduos, los primeros bailes y copas sucedieron y al rato, decidieron ir a bailar a un local puro cubano. Daba gusto ver cómo se movían aquellos cuerpos morenos, con ritmo caliente y la música en las venas. Ellas daban caña, sin tapujos ni remilgos, ellos respondían obedientes a demandas. La música hacía que el ambiente fuera libre, cautivador, sexual. Todos se dejaban llevar por el ritmo, las ganas de disfrutar y el alcohol. Estuvieron horas bailando. Disfrutando del reencuentro, de unos cigarrillos, de alguna que otra conversación y encuentros con antiguos amigos. Recordaron viejos tiempos y las risas hicieron que las horas pasaran como un suspiro.

Entre risas y anécdotas nocturnas, decidieron ir a desayunar a “Casa mamá Luisa” que se encargaba de alimentar a aquellos hambrientos trasnochadores, que siempre buscaban en sus plátanos fritos, frijoles, huevos, tostadas y café, el desayuno que antaño sus madres les preparaban.

Con el estómago lleno, el espíritu libre y música en el coche, los cuatro esperaron poco para ver salir el sol. En el mismo malecón, donde otras tantas veces habían compartido todos años atrás y que ahora, se unía Bárbara. Una vez más, el sol salía para ellos. Lo hacía lentamente pero decidido a calentar sus caras y cuerpos cansados. Se despidieron y se marcharon a descansar.

Cuando él se despierta, pega un brinco al ver la hora. ¿Cómo es posible que haya dormido tanto? Llama al servicio de habitaciones para pedir algo de comer. El sol empezaba a retirarse. Mientras esperaba la comida, se asoma al enorme ventanal que da al mar y ve algo inédito. Corriendo va a despertar a “su mango” que por supuesto, remoloneaba en la cama perezosa intentando abrir los ojos. Le insiste en salir de la cama corriendo y los dos son testigos de la maravilla que tienen delante de sus ojos. Un delfín. Es un delfín que, suavemente, nada en el agua. Sin ninguna prisa ni preocupación. Sale y entra tímidamente como si estuviera despidiéndose de ellos. Él, que la abrazaba por detrás, le dice al oído que era rarísimo ver uno en el malecón. La besa. Dulcemente. Sin prisa alguna, como su delfín. La besa mientras le agradece todo lo que es ella, lo que le supone estar con ella, disfrutar con y de ella. Ella, emocionada sólo puede mirar por el ventanal, y agradecer al cielo ese momento único. Pide que se congele en su memoria, que le acompañe para siempre.

Una vez despachado el servicio de habitaciones, vuelven a la cama. Han preparado todo para comer mientras ven una peli. Ese plan les encanta. Siempre que pueden, hacen vida en la cama y ese día iba a ser uno de esos. Tenían 14 días por delante para disfrutar de todo. Y lo estaban haciendo.

La película que había escogido él no requería mucha atención y tras una hora, él empieza a acariciar con sus finos dedos los labios inferiores de su amada. Lentamente. Ella se deja hacer pues le encanta eso. Separa un poco más sus piernas para permitir que las caricias sean completas a lo largo de sus labios. Cierra los ojos y se deja acariciar su pecho. El silencio entre ellos es excitante. Solamente se oyen sus respiraciones agitadas y la película, que está llegando a su final, como si de ellos se tratase, porque poco les queda para empezar su festín. Termina la película y él cambia a la primera y sin abandonar sus tareas, a un canal de música.

Bárbara, que ha llegado a un punto de excitación brutal se dice por dentro: “¡¡Por Dios!! ¿Por qué me tienes así? ¡No ves que ardo! Ahhhh, te gusta verme así, suplicante, entregada y desesperada. Vale, te lo doy, pero no por mucho tiempo.” Estas palabras se le repitieron dos veces pues lo siguiente que oyó fue un: “Ven aquí”.

Notó cómo su fuerte brazo pasa por detrás de su espalda arqueándola bruscamente y tira de ella hacia él. Le sienta sobre él, sobre sus piernas flexionadas. Su miembro duro le espera con ansiedad. Ella le mira con esa mirada que sólo aparece en momentos cerdos, en momentos donde el vicio es el rey y no existe nada más que el placer mutuo. Ella le va a recibir encantada. Sus piernas se apoyan paralelas a las de él. Y sin poder evitarlo, se introduce su sexo, sedienta. Agradece que el cuarto tenga un ventilador que evoca a una Habana lejana, colorida, musical y sexual. Un ventilador que remueve el aire viciado a sexo y deseo. Son sus aspas las que marcan el ritmo y las que recordará, años después, gozando en aquella tierra soleada y tramposa.

Él, que gracias a su envergadura le era fácil, le coloca la espalda en una posición que le permite penetrarla a placer. Entrando y saliendo a placer. Tirando de su cabello a placer. Lamiendo a placer. Cuando su lengua se desliza por sus pechos hacia el cuello, su otra mano le agarra del pelo hacia detrás. La estampa es de un erotismo total y ella se abandona a lo que ya sabe. No tiene otra opción. Ni quiere. 

Mira al ventilador, que parece dar vueltas acompasado con ellos, le mira a él, se fija en la luz que les rodea y que proyecta unas sombras danzarinas, la música acompaña y enciende los ánimos aún más, si cabe. El dormitorio huele a madera y canela.

Sin perder el ritmo “kizombero”, él la tumba de cintura para arriba dejándola enganchada a él y su cadera subidita. Esa postura, provoca que su pene roce a placer, el músculo interno de su vagina de manera curva.

Ella suelta un gemido de gusto y le repite una vez tras otra: “Ummmm síiii” 

Pero como buen sabedor de los intríngulis femeninos, saca su sexo hasta dejar solamente la punta gorda y caliente. La mete y la saca exactamente igual que la primera vez provocando en su amante un deseo eterno, intenso, gritador y ansioso de más. El hecho de que la dejara a medias en su deseo, hace que ella le pidiera, le gritara que la follara como nunca. Él mantiene la tensión y no puede reprimir una sonrisa. Sabe que en cuanto le dé lo que está pidiendo, se correrá. Así es.

 Continuará...


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