Damián

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Tenía mi vida perfectamente programada. Mis clases de matemáticas en el instituto por la mañana, los fines de semana  caminaba por el monte y por las tardes todo mi tiempo se iba en preparar mi tesis doctoral que trataba sobre:

«Los agujeros negros y el radio de Schwarzschild»

 Era algo que me fascinaba. Tanto es así que me molestó algo la invitación de mi hermana para el bautizo de su hijo. Acudí no obstante con la sonrisa en los labios aunque me robara todo un dia de trabajo en mi estudio. Mi única hermana había tenido el niño que tanto ansiaba y quería que yo fuera la madrina.

Apenas había pasado un año cuando, por una llamada de teléfono, supe que mi hermana y mi cuñado habían fallecido en un accidente. Resultaba ser yo la única familia que el pequeño Damian tenia e iba a pasar a mi cargo.

Suerte que Antonia, la señora que me hace las labores de casa, era madre de cinco hijos y me resultó de gran ayuda. Los primeros meses fueron asfixiantes con tantos biberones, pañales y la multitud de pequeñas ropitas que todo lo inundaban. Mi tesis ya no llevaba el ritmo que acostumbraba. No permanecía apenas tiempo delante del ordenador consultando datos, redactando y guardando lo escrito.

Mientras tanto, Damián, crecía y crecía. Recuerdo su etapa en la ESO. Con qué facilidad plasmaba en un sistema de ecuaciones lo que Pepito tendría que pagar en la tienda, a qué distancia el avión debería soltar su carga para alcanzar el objetivo o lo que le acontecía al electrón tras ser sometido a diversas circunstancias...

El día de su suspenso en francés empezó como una pequeña tragedia, pero cuando me disponía a recriminarle, Damián me miró desde sus ojos profundamente azules y me explicó que la profesora…. le tenía manía. No hizo falta más. Le estreché entre mis brazos y le fui a comprar el tren eléctrico que le obsesionaba.

Una tarde mi sobrino  se cayó de un árbol rompiéndose el cúbito. Aquel día no sólo no toqué mi tesis sino que apenas dormí controlando la posible fiebre del chico.

Otra jornada inolvidable fue cuando, en un descuido, Damián entró en el despacho y descargó en mi ordenador unos juegos que algún compañero le había pasado. Qué demonios llevaban aquellos juegos, no lo sé. Lo que sí recuerdo es ver como en la pantalla un diminuto ser amarillo y verde había devorado todo mi trabajo de meses. Mi ira de primer momento fue bajando de nivel progresivamente, porque... ¿a quién le importaba en realidad «el radio de Schwarzschild»?

Han pasado veinte años de la irrupción de mi sobrino en mi vida. Está acabando brillantemente la carrera de Física y me acompaña en mis excursiones de fin de semana.

Hoy en día, sé  que mi verdadera tesis doctoral se llama Damián. Que la he aprobado cum laude y que jamás la que perdí en el ordenador me habría satisfecho tanto como esta.

 


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