Los dos estaban sentados frente a una mesa de la cantina de la estación. Eran muy diferentes, lo único que les unía era su profesión: ambos eran maquinistas de tren, del mismo tren.
Hablaban de su trabajo trasegando explosivos para la mina cercana. Conversaban mientras daban buena cuenta de sus bocadillos métricos acompañados con cerveza.
Oscar era el más joven. Estaba casado y aprovechaba la menor ocasión para mostrar la foto de sus hijos. Quizá por ello nunca ponía mala cara cuando los niños, admirados ante aquellas enormes locomotoras, le pedían subir a la que él conducía. Al final, con un trozo de carbón en la mano, bajaban contentos de haber visto el fuego de la caldera.
Era lo que se entiende por una buena persona.
Eduardo tenía esposa, pero no hijos. Además, su mal carácter era patente no sólo frente a los niños sino en cualquier circunstancia. Solía decir que no le debía nada a ningún mortal y que por ello no estaba obligado a ser amable con nadie. A los críos les impedía subir a la máquina echándolos a gritos. En cuanto a los adultos, les increpaba con voces gruesas. Se rumoreaba que había participado en un suceso algo turbio en los muelles de Gijón en el que resultó un marinero muerto.
De pronto, un empleado de la estación irrumpió en la cantina gritando:
«¡El tren está ardiendo!».
Puesto que tenían una baraja a mano decidieron a la carta más baja quién se llevaría el tren lejos de la estación abarrotada de gente por aquellos días. Eduardo tomó los naipes y dio uno a su compañero. Un cinco. Apuró la cerveza y tomó una carta para sí. Un tres. Sin despedirse salió corriendo a la locomotora alejándola del lugar. A los pocos minutos una fuerte explosión indicó a todos que Eduardo había logrado salvar a mucha gente.
Había volado con el tren y con el Rey de Copas que había sido capaz de esconder en la cantina mientras se tomaba el último trago de cerveza.
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