Clara y Antonio, una pareja de unos cuarenta años, paseaban por el centro de la ciudad cuando les llamó la atención un grupo de jóvenes que repartían octavillas y hablaban con algunos transeúntes. Cogieron una octavilla de una chica que les explicó que se trataba de una asociación cultural en la que se practicaba gratuitamente la meditación trascendental. "Para principiantes es una hora a la semana y vemos el interés que demuestran para iniciarlos en mayor grado", les explicó. Decidieron ir por curiosidad y además les atraía practicar la meditación. La asociación se encontraba en el primer piso de una casa vieja y la reunión en un salón alfombrado de grandes dimensiones. Había un altar con la foto de un gurú encima rodeada de velas, incienso y flores. Se reunieron alrededor de 20 personas, doce de ellas los dirigentes veteranos. El resto, curiosos que captaron en la calle.
A las pocas semanas de acudir a la casa de la meditación, Antonio le dijo a Clara que no quería volver porque aquello era una secta que trataba de influirles ideas raras a saber con qué intenciones finales. Clara no estaba de acuerdo con las sospechas de Antonio y le dijo que ella seguirá yendo todas las semanas a la casa de la meditación.
A los pocos días de ir Clara sin Antonio, una de las dirigentes de la asociación le preguntó por qué iba sola. "Mi marido no comulga con lo que se dice aquí pero respeta que venga yo", explicó. "Mejor así, no nos interesan personas contrarias a nuestras prácticas porque enturbian el ambiente y restan energía positiva", dijo ella".
Poco a poco, Clara fue implicándose más en la asociación y un día le dijeron que fuera todos los días a la misma hora si le interesaba formarse y profundizar más en la cultura que predicaban.
A Antonio le pareció mal tanta implicación, pero respetó la decisión de ella. Un día le dijo Clara que pasaría un fin de semana en una casa en el campo con algunos miembros de la asociación. No le dijo que se sometería a la ceremonia de la integración plena en la secta porque ella temía que se opusiera y no sabía en qué consistiría dicha ceremonia.
En tres coches viajaron durante cuatro horas cinco mujeres, tres hombres y ella hasta llegar a la cima de una montaña, a una casa rural rodeada de bosque, aislada en el paisaje. Había una gran sala alfombrada con un altar a la manera del piso de la asociación en la ciudad, varias habitaciones vacías y dos de ellas comunes. En una sala descubrió cuatro altares de piedra. En esa sala, le dijo uno de las dirigentes, se realizaría por la noche la ceremonia de iniciación, a la que debería someterse obedientemente y sin suspicacia.
Al anochecer, pasaron los nueve a la habitación de los altares, le dieron a Clara una copa con un líquido espeso y oscuro y le dijeron que se lo bebiera. Así lo hizo y un minuto después sintió mareos, la vista nublada y la mente flotante. Entre dos hombres la sujetaron y dos mujeres la desnudaron, luego la tumbaron sobre uno de los altares. Una de las mujeres grabó con una pequeña cámara, las otras cuatro la sujetaron de las manos y los pies, separando las piernas todo lo que se podía. Los tres hombres, desnudos y excitados, se colocaron preservativos y por turno subieron al altar, se tumbaron sobre Clara y la poseyeron mientras ella gemía y suspiraba sin poder oponerse. Dos de ellos la poseyeron una vez, el otro dos veces.
Despertó a la mañana siguiente en la cama de una habitación. Una de las mujeres estaba sentada en una silla al lado. "¿Qué ha sucedido?", preguntó Clara. "La iniciación ha sido un éxito. Ahora tienes como primera misión separarte de Antonio, el apego y los sentimientos no forman parte de nuestra ideología, luego nos entregarás todo cuanto poseas, que será de uso comunitario".
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