Una vez más, hablábamos de la situación del «Zaragoza». El chaval mantenía que el entrenador no estaba muy fino y por eso eran los malos resultados. Mi opinión consistía en que deberían contratarse jugadores nuevos. Siempre era la misma conversación. Igual que su esmero en dejarme los zapatos como los más relucientes de la ciudad.
Lo tenía a gala. Siendo un simple limpiabotas de apenas 11 años, Marcos dedicaba a su trabajo todo el tiempo que fuera necesario para que el resultado fuera perfecto, aunque de pago fueran sólo unas míseras pesetas.
No sabía nada del chico, pero resultaba evidente que no abundaba en la fortuna. Llevaba un jersey generoso en agujeros, la cara sucia de betún y unas sandalias viejas que jamás cambiaba fuera cual fuese la estación del año.
Un día me animé a preguntarle:
— ¿Qué haces con el dinero que sacas limpiando zapatos?
Respondió que lo primero era comer y que lo que le quedaba (que no sería mucho, pensé) lo guardaba para «sus proyectos». Aquello me sorprendió. ¿Cómo un chico de tan corta edad destinaba una parte de sus magras ganancias para «sus proyectos»? No añadí nada más sobre ello y volvimos al tema recurrente del futbol.
Soy muy aficionado a las caminatas por el extrarradio y una tarde mientras paseaba por el Barrio Oliver descubrí a mi limpiabotas. Sabedor de que él no me había descubierto, decidí seguirlo. Lo vi meterse en una casucha.
Al día siguiente le llevé unos zapatos recién comprados pretextando que a mi hijo se le habían quedado pequeños. Muy agradecido se los llevó. No se los vi puestos jamás. Alegaba que los había vendido.
Bastante molesto me dirigí a su casa para encararme con la persona que se hiciera cargo del menor.
Llamé a la puerta y me abrió el chaval que se sorprendió mucho al verme.
«Quiero hablar con tu padre» le dije. No sabía nada de su paradero desde hacía años. Me acercó a donde se encontraba su madre sentada en una silla. Nada más verla comprendí la situación. Tenía cataratas en ambos ojos que le habían cegado. Mal podía llevar dinero a casa. Fue entonces cuando Marcos me contó «sus proyectos».
Había logrado reunir 327 pesetas y consideraba que era una cantidad suficiente para la operación que lograría recuperar la vista de su madre. Nunca se lo había comentado al chaval, pero soy cirujano en una clínica de la ciudad. Sonreí y le dije que precisamente 327 pesetas era el coste de la operación.
Hablé de este asunto en la clínica y mis colegas convinieron en hacerle la intervención sin coste alguno.
Recuperó la vista.
Madre e hijo se han trasladado a mi casa. Ella es una excelente cocinera y ayuda a mi esposa en las labores del hogar. En cuanto a Marcos, está estudiando el bachillerato y con brillantes calificaciones porque, según su máxima vital:
«Lo que se tiene que hacer, hay que hacerlo a conciencia»
Se guarda parte del dinero que le doy los fines de semana para «sus proyectos». No me atrevo a preguntar.
Él sabrá.
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