El mismo día que a Gregorio le abandonó su mujer, una pareja de okupas echó abajo la puerta de la vivienda deshabitada de enfrente. Por la mirilla, Gregorio comprobó que eran un hombre y una mujer jóvenes, con un perro grande que iba suelto, sin correa. Llevaban consigo unos cuantos bultos que sin duda serían todas sus pertenencias. Algunos vecinos se asomaron a la escalera para ver qué sucedía y una vecina se atrevió a encararse con ellos, decirles que esa casa tenía dueño y que avisaría a la policía si no se marchaban inmediatamente. "Métase en sus asuntos, vieja", le dijo el joven.
Unas horas después, ya de noche, Gregorio entró en su cuarto de baño para ducharse antes de cenar. La ventana del cuarto de baño de la casa okupada estaba enfrente de la suya, a unos pocos metros de distancia. Hacía algo de calor y ambas ventanas permanecían abiertas. Gregorio se desnudó para meterse bajo la ducha, pero se detuvo cuando vio a la joven okupa entrar en el cuarto de baño, encender la luz y empezar a desnudarse. Ella hizo como si no se percatara de su presencia y se desnudó totalmente, luego se sentó sobre el lavabo, a espaldas del espejo, y se masturbó. Tenía todo el cuerpo cubierto de tatuajes. En un momento dado, giró la cabeza y descubrió la presencia de Gregorio, pero no por eso detuvo su práctica.
Todos los días, a la misma hora, se repetía la escena. Los dos, desnudos, mirándose. Ella se masturbaba y él lo intentaba.
Un día, ante él, los dos okupas, desnudos, se abrazaron, se besaron y él poseyó a su pareja sabiéndose observados por el vecino.
Un día, cuando ella le llamó a la puerta para pedirle algo de comida, Gregorio le preguntó cuántos años tenía. "Veinte". "Eres muy guapa". "¿Vives solo?", se interesó ella. "Ahora sí, mi mujer me dejó el día que ocupasteis la casa". "Cuando te sientas mal puedes pasar a nuestra casa", se ofreció ella.
Una mañana, ella llamó en casa de Gregorio y le pidió algo de dinero prestado. "Te lo devolveremos pronto. Mi amigo toca la guitarra en la calle y todos los días viene con treinta o cuarenta euros".
En otra ocasión ella le preguntó si le gustaba mirarlos mientras follaban. "Mucho", dijo él.
"Y a nosotros nos gusta que nos mires, no dejes de hacerlo", le pidió ella.
Mientras permanecieron en la casa okupada, Gregorio no se sintió solo. Algunas veces entraba en la casa, se sentaba en una silla frente a la cama de ellos y los veía follar, incluso le dejaban que la acariciase a ella. Llegó a creer que se había enamorado.
A los cuatro meses de okupación, desaparecieron un día de repente, sin despedirse de él, y se sintió tremendamente solo.
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