Robert ordenaba los papeles antes de emprender el viaje. Era un tipo aburrido, de cara redonda y diminutos ojos grises tras unas gafas de pasta. Ocupaba un puesto de mucha responsabilidad representando a los Estados Unidos, su país, en las reuniones de la OTAN. Le gustaba su trabajo y gozaba de una más que buena posición social y económica. Pero ya estaba harto de los comentarios, no siempre de buen gusto, a cerca de su exceso de peso. Aprovechando unas vacaciones, se iba a una clínica en la remota isla de Hawalulu donde acabaría con su sobrepeso. Sin referirles el objetivo del viaje se despidió de sus amigos hasta el regreso.
Llegó a la isla que parecía hallase perdida en el Pacífico. Pasadas dos semanas ya se apreciaba que su figura se estilizaba. Cuando acabó la cuarta, Robert, era un hombre nuevo, su cara no semejaba tan redonda y sus ojos grises no parecían tan diminutos. Tratando de disimular su euforia escribió una carta a James, un amigo en EEUU. En ella decía estar ingresado en un centro del que «no saldría hasta conseguir los objetivos fijados por los jefes del mismo». Adjuntaba una foto en la que se apreciaba su nueva apariencia.
Decidió visitar las bellezas naturales de Hawalulu. Las carreteras eran estrechas y con curvas, además de la multitud de agujeros que las tachonaban, ingredientes que hacían presagiar lo que posteriormente aconteció. Por qué había una enorme palmera en medio de la vía era algo que parecía no haber preocupado a nadie, pero el hecho fue que el pequeño utilitario alquilado por Robert se empotró contra ella. Desorientado y con alguna magulladura salió del coche justo antes de que se incendiara. Con él ardían documentación, mapas y móvil dejando al americano perdido en mitad de la selva. Resolvió seguir el curso de la carretera, tal vez algún coche lo recogería… pero no fue así. Afortunadamente agua y fruta no le faltarían.
Mientras, en Estados Unidos, James dio la voz de alarma. Hacía tres días que no se tenían noticias de su amigo. Por las frases de la carta dedujo que Robert había sido secuestrado, que estaba siendo maltratado a juzgar por lo delgado que se veía en la foto. Imposible comunicar con él a través del móvil. En Hawalulu decían no saber nada. En Norte América se dio por hecho: dado su estatus en la OTAN, Robert era un valioso rehén para el gobierno de la isla y si las conversaciones no resolvían el conflicto declararían la guerra a Hawalulu.
Cuando las autoridades del pequeño estado del Pacífico se enteraron no dudaron en tratar de sacar partido de la situación. Era un magnifico reclamo turístico que no podían desaprovechar. Fueron cuatro días de nervios para el gobierno americano, de ilusión para los isleños y de aventura para Robert. Los ciudadanos extranjeros ya habían sido evacuados cuando se recibió un cable desde la isla: el diplomático se hallaba con un aspecto deplorable pero feliz en un remoto poblado.
Todo se aclaró y no llegó a mayores.
El mundo conocía la existencia de Hawalulu e incluso lo localizaban en el mapa. Habían ganado.
Robert volvió a su trabajo esbelto y vitoreado como hombre capaz de sobrevivir en la selva.
En las dietas, se suele hablar de guerra contra los kilos. En esta historia, ambos conceptos se encontraron muy, muy próximos.
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