«Pero, ¿os habéis vuelto locos? A vuestra edad...»
Un galopante ataque de celos me hacia hablar de esa manera. A lo largo de mis 16 años había sido el único hijo de unos padres ya maduros. Me sentía desplazado, ignorado y traicionado. Pero eso no era lo peor. Mi hermano adoptivo tenía el síndrome de Down.
Desde que llegó Matías a nuestra casa me había esforzado en hacerle la vida lo más amarga posible. Le escondía sus juguetes y me negaba a ayudarle en las tareas. Cuando caminábamos, yo iba siempre unos pasos por delante evitando ir a su lado. Sólo le daba las gominolas de plátano sabedor de que no le gustaban, mientras que él siempre me reservaba las de fresa, que son mis favoritas. Matías respondía a todos mis desprecios con una sonrisa o un abrazo.
Le encantaba pintar. En el centro donde vivía antes de trasladarse a nuestra casa recibía, junto con sus compañeros, clases de pintura a las que asistía con entusiasmo. El profesor, una magnífica persona, ejercía su labor desinteresadamente y decía considerarse bien pagado viendo a sus pupilos dedicarse al arte con tanto fervor.
Una tarde, de las muchas que me veía obligado a ir a buscarle a la salida de clase, lo encontré rodeado de chicos mayores. Se burlaban de él mientras tiraban al suelo lo que llevaba en la cartera. Por un momento me vi reflejado en aquellos chavales. Me sentí mezquino y despreciable. Decidí actuar. Me enfrenté al más alto sacando pecho. Volví a casa de la mano de Matías, con un ojo color berenjena, pero… muy orgulloso. Aquel día supuso un punto y aparte en mi relación con mi hermano. Aprendí a compartir, a ser generoso, a respetar y, por encima de todo, a quererlo.
Mis padres murieron hace tiempo y Matías recientemente.
Me enseñó a ser mejor persona, pero no iba a ser su último regalo.
Al hacer la limpieza del cuarto tras su fallecimiento, en una carpeta hallé un retrato que me había hecho a carboncillo a partir de una foto. Al pie, con su característica letra irregular, se podía leer:
«Al mejor hermano del mundo».
Matías
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