Airon

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Acababa de llegar a mi puesto de médico rural. Era, por aquel entonces, un profesional con el título recién obtenido.

Ya en el segundo día, uno de mis pacientes supo bajarme los humos de médico titulado. Vino la Señora Vicenta advirtiéndome que había estado en manos de una curandera de un pueblo vecino. Me puse dogmático y le pregunté con gesto de desprecio:

—A ver, qué estupidez le ha dicho esa mujer…

La paciente respondió sin vacilar:

—Que me fuera al médico.

Con algo más de experiencia, tuve que atender, en su propia casa, al hijo de uno de los hombres más ricos de la zona. El chaval presentaba un cuadro de fiebre alta. Tenía, lo que vulgarmente se llama, unas anginas de caballo.  Con antibiótico y gargarismos de agua salada, a los pocos días,  el chaval estaba en perfectas condiciones. Su padre estaba muy agradecido. A las dos semanas se presentó con un perro de corta edad como obsequio de lo que él juzgaba como una proeza médica. Se trataba de un hermoso ejemplar de pastor alemán que, además, traía papeles en los que constaba que poseía un consolidado pedigrí.

La verdad es que hasta que Airon entró en mi vida, los perros componían un mundo que nada tenía que ver con el mío. No sabía lo que hacer. Consulté a amigos míos dueños de canes y, también, a los del pueblo. En pocas semanas me acostumbré a comprar el pienso y a los paseos diarios de mi mascota. A las vacunas y al pelo sobre mis muebles que parecía surgir de la nada.

En los pocos días de asueto de los que un médico rural dispone, nos trasladábamos mi perro y yo al Pirineo donde ambos disfrutábamos de la paz de sus montañas y de unas buenas caminatas que nos beneficiaban a ambos. Cuando Airon me veía preparar las botas y la mochila ponía las orejas muy rectas y ladeaba la cabeza. A continuación agitaba el rabo con fuerza mientras se movía como un poseso por la habitación.

En una de esas escapadas al monte nos acompañó un buen amigo amante también del senderismo. Convinimos en ir a Ordesa, verdadero paraíso enclavado en los Pirineos. Iniciamos la marcha a las nueve de la mañana. Pablo, mi amigo, me habló de su trabajo, de Alicia y de su diabetes. Era muy disciplinado con dos de los tres asuntos. Hizo sus cálculos para estar de vuelta a las cuatro de la tarde. Su siguiente dosis de insulina le tocaba a las seis.

Caminamos durante toda la mañana al tiempo que tomábamos fotos. El tiempo era magnífico e invitaba más al paseo que a la marcha. Cuando Pablo se demoraba mientras tomaba fotos de alguna flor interesante o cuando su vejiga exigía ser aliviada, Airon acudía para vigilar que «la manada» se reuniera cuanto antes. Las horas pasaban y casi sin darnos cuenta la tarde empezó a caer sobre Ordesa de vuelta por la «senda de cazadores». El camino no presentaba dificultad, pero se le hacía tarde a Pablo. Apretamos el paso. El monte comenzó a llenarse de sombras. Pasada una hora, a penas se distinguía el sendero y todavía quedaba la bajada. Cuando ya no había luz, la situación empezó a ser angustiosa.

Airon bajaba y subía mostrándonos el recorrido preciso a cada instante. Se da la feliz circunstancia de que el pelo de los cuartos traseros de los pastores alemanes es blanco lo que facilitaba su localización. El bendito perro no nos dejó en ningún instante lo que propició que mi amigo y yo no llegáramos mucho más tarde. A las ocho y media, Pablo podía inyectarse su dosis de insulina, tras de lo cual abrazó a Iron susurrándole:

—Si no fuera por ti, aún estaríamos por el monte y no sé qué hubiera sido de mí. Me has salvado la vida, amigo.

Nunca olvidaré lo orgulloso que me sentí de mi mascota. Cuando murió, ya con muchos años, sentí un vacío enorme. Los paseos por el monte siempre me traen a la memoria a ese fiel compañero que me trajo tanta felicidad. Tengo un nuevo perro. Espero que el hijo de Airon sea conmigo, por lo menos, la mitad de bueno que lo fue su padre.

Todavía sigo trabajando en mi consulta. Ayer vino La Señora Orosia pidiéndome vitaminas.

—Pero Señora Orosia, a usted no le hacen falta. ¡Está usted como una Rosa!

La mujer insistía.

—Me siento débil, necesito las vitaminas.

Aunque continuaba con su petición, sus argumentos se iban tornando más y más endebles hasta que confesó:

— Las medicinas para animales son caras. Mi perro está muy mayor y me hace tanta compañía…

No lo dudé. Me aproximé a la vitrina donde tengo muchas muestras gratuitas dejadas por los representantes y le di un par de cajas de vitaminas.

A fin de cuentas, eran para un amigo.

 


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