¿Dónde está Javier?

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Javier es un chico encantador.  Lo conocí hace unos días en un sitio a donde muchos tenemos que ir aunque nos creamos muy sanos, la empresa de servicios de salud.  Yo iba atravesando la entrada y lo vi a todo el frente, a través del cristal de las puertas, allá al fondo.  Él estaba de pie junto a una pared, hablando por su teléfono celular.  Me pareció muy bonito y le fijé la mirada; él, paseando los ojos mientras estaba concentrado en su diálogo, me vio, me dio a entender que percibió mi mirada, pero continuó con su observación y su conversación.

Acercándome al dispensador de turnos, le lancé varias miradas, disimulando un poco para no hacerme muy notorio ante los presentes, detallando su estampa afeminada, bien resaltada por un pantalón negro ajustado a las piernas y una camiseta negra con franjas rosadas en el cuello y los hombros, además de unas primorosas pulseras y unos tenis negros con suela y franjas rosadas.  Su rostro, imberbe o muy bien afeitado, era de un color ligeramente moreno, con nariz proporcionada, boca bien trazada, ligeramente coloreada, ojos vivos oscuros con párpados delineados, pestañas ennegrecidas y una sombra muy tenue alrededor.

En ese recorrido, nuestras miradas se cruzaron varias veces, mas él fingía no darles importancia y continuaba hablando por su aparato.  Me senté a esperar mi turno, me distraje un momento verificando tener mis documentos en regla para la consulta y al alzar de nuevo la vista, el muchacho no estaba allí; giré lentamente la cabeza y en el barrido no lo detectó mi radar.  Intenté tomar algo para leer y me vino a la memoria el corredor que pasa de la salita de espera a la zona de baños, cafetería y otras salas junto a los consultorios.  Sin pensarlo dos veces, me dirigí al corredor para hacer la pesquisa; el número de mi turno me daba tiempo.

Pasando por la cafetería, el chico estaba allí parado, todavía hablando, pero no parecía estar en espera para comprar; lo miré y me miró; turbado, pasé de largo.  Me detuve en una sala de espera de consultorios, me senté en una silla y me reprendí a mí mismo “¡Cobarde! ¡Timorato!¿Por qué no lo abordas?”  Recordé casos anteriores en que dejé escapar chavales después de darles muchas miradas, porque mi timidez no me permitía más.  Acopié fuerzas para irme a buscarlo, pero ¡ya no estaba por la cafetería!  “Ya se me fue”, pensé; “vio que soy un miedoso y va a buscar a uno más decidido”.  Pero entrando a la salita de turnos, noté que él estaba parado al lado de la puerta de salida haciendo esa pose medio desinteresada y seductora que ellos saben hacer.

Revisé mi turno (tal vez esperando que su asignación me “salvara”) y me fui hacia la puerta, pensando desesperadamente qué le preguntaría y en el último instante se me ocurrió.  “¿Sabes dónde están los baños? No los he podido encontrar”.  “Vuélvete hacia el corredor y camino a la cafetería los encontrarás”.  “Muchas gracias” y me atreví a regalarle una sonrisa conquistadora que él correspondió.  ¡Claro que corrí hacia los servicios! confiado en que él entendería el mensaje y haría lo mismo.  Allí, orinando, miraba de reojo hacia la entrada y planeaba la táctica:  agradecerle nuevamente la indicación, invitarlo a la cafetería y allí, después de hablar trivialidades, pedirle el teléfono para invitarlo luego a algún sitio interesante.

Demoré el acto, pero mi encanto no llegó.  Anduve despacio por el corredor, mirando al piso (“El mensaje fue claro.  Si no me buscó, es que no le intereso”).  No sé por qué levanté la vista y me encontré con su trasero a pocos pasos; paré en seco para observar esa seductora pieza de anatomía; era un derrière de homosexual, indudablemente, pero no de esos amplios, como de mujer, sino un poco estrecho, no tanto como de hombre; bien forrado en ese pantalón y parecía decir “ven a mí”.  Le pasé muy cerca y poco me faltó para estamparle una sensual palmada.  Caminando hacia los turnos, percibí que él me seguía, me volví, ahora él se turbó y corrió hacia la salida; aproveché para mirar de nuevo ese trasero, y eso me hizo dispararme a buscarlo (“Ya veré qué le digo, pero no lo puedo dejar escapar.  Y ¡al diablo con ese turno!”).

Lo encontré bajo el techito de afuera de la puerta, mirando a la lluvia y le pregunté si temía mojarse.  Me respondió con otra pregunta, si encontré el baño.  Le dije que sí, que gracias de nuevo y le ofrecí llevarlo bajo mi paraguas.  “¿Pero iremos al mismo lado, acaso?”  “¿Tú a dónde vas?”  “A la estación del metro”. “Está a cuatro cuadras, en mi camino, y no toleraría que te mojes”.  Se ruborizó y aceptó acompañarme bajo el paraguas.  La conversación fue la típica sobre el clima, pero sí le pregunté el nombre y le dije el mío.  Pensaba pedirle su teléfono al llegar a la estación, con tan mala suerte que allí había un conocido y se lanzó a saludarme, no sin echarle una mirada a Javier de arriba abajo.  Yo despedí a este y después le dije a mi amigo “es un muchacho que me vio con paraguas y se tomó la confianza de pedirme que lo trajera aquí”.

Esta noche, estoy muy disgustado conmigo por no haberme subido al mismo tren y seguir la conversación con el lindo Javier y hacerle una invitación para tener un rato de cielo con él.  Me tengo que conformar con agitarme mi sexo imaginando todo lo que se haría en ese encuentro y deseando volver a encontrarlo por ahí, para hacerlo todo realidad.


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