La vida de mi hijo estaba en sus manos. Muchos otros médicos habían dado un plazo de pocos meses más en la existencia de Juan, pero el hombre que lo operaba estaba decidido a salvarle la vida pese a lo arriesgado de la intervención. A mi lado, mi hija Carmen, me apretujaba las manos mientras sonreía tratando de darme ánimos. Fue entonces cuando, para distraernos ambos durante la angustiosa espera, comencé a contarle una historia.
Todavía ejercía yo de maestro en una pequeña localidad zaragozana. Conocía a todos los habitantes del pueblo y, claro está, más aún a sus hijos. Los había tercos como sus padres haciendo honor a la fama que precede a los de Zaragoza. Abundaban los revoltosos que buscaban la menor para hacer una trastada. También se daban los que estaban presentes en clase, pero con la mente… lejos, muy lejos. Pero entre todos ellos, como un diamante entre piedras, destacaba Israel. Se trataba de un chaval que venía de Sádaba. Era despierto y no le faltaba curiosidad por el saber. Muy querido entre sus compañeros siempre tomaba parte en sus juegos.
Israel era el mayor de tres hermanos y se veía obligado a contribuir con su trabajo tras las clases para sacar a flote a la familia. Su padre era agricultor y su madre lavaba ropa para los pudientes del lugar. Pese a todo, el dinero resultaba escaso. Cuando acabó el bachillerato elemental sus padres juzgaron que ya podía dedicarse por entero a trabajar. No pude permanecer de brazos cruzados ante semejante decisión. Me presenté en su casa y hablé con ellos del potencial que encerraba Israel. Les hablé de su capacidad de estudio y de su inteligencia. Además, estaba la posibilidad de la beca. Debí resultar más que persuasivo porque cedieron a que el chico siguiera sus estudios en Zaragoza. Persuasivas mis palabras, pero también los dineros que mensualmente me comprometí a pasarle a la familia con tal de que permitieran a Israel continuar estudiando.
Me costó una buena reprimenda por parte de mi mujer… con toda razón. No había contado con ella antes de embarcarme en ese desembolso mensual teniendo en cuenta lo exiguo del sueldo de un maestro de escuela. No obstante, mi esposa me apoyó. Hubo recortes en los gastos prescindibles.
El tiempo demostró que mi instinto no había errado. Israel sacó el bachillerato y luego la carrera con brillantez.
Al poco, el cirujano salió a hablar con nosotros. La operación había sido un éxito y Juan no tardaría en llevar una vida normal.
Abracé al médico y le susurré:
—Has salvado a mi hijo. Gracias, Israel.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales