Nunca es fácil escoger el camino adecuado, hay edades en la vida en que la incertidumbre nos abruma, se convierte en la única verdad, tornándose en una negra noche sin estrellas. Cada día es una nueva prueba, cada vez más dura y difícil de superar, y nosotros estamos solos, tratando de mantener unidos los débiles hilos de una vida que se derrumba poco a poco. Todo aquello que un día vivimos y que parecía eterno, se desvaneció en un momento como polvo soplado por el viento. Tan solo parece quedar un enorme vacío que no es posible llenar con nada, un abismo cotidiano al que nos asomamos a diario para mortificarnos y hacernos más daño.
Pero también es cierto que uno nunca está perdido del todo, tan solo, la mayoría de las veces desencaminado, afligido por una bruma de pequeños y grandes problemas que nos impiden ser quien somos en el mundo.
Es la fe en uno mismo la que nos redime de la pena, la que nos permite salir del túnel, la que nos devuelve al lugar al que pertenecemos, a ser queridos y querer de nuevo, a ser amigos y amantes, compañeros, compañeras, hijos, hijas, nietos, nietas, madres o padres, a ser mujer o ser hombre, personas en definitiva y no solo números.
Si además obramos con rectitud y con generosidad con los demás, no solo remendaremos los agujeros de nuestra alma, sino que también ayudaremos a tejer un manto de solidaridad que cobije a nuestros semejantes, nuestra vida será de esta forma aliento y guía para otras personas, todos ellos, eslabones de esa larga cadena llamada humanidad.
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