Salgo del trabajo y ya es oscuro. La luna llena, con su halo refulgente alrededor, me mira a través de las ramas de los castaños, hueras de savia, ya sin hojas, que asemejan huesudas manos implorantes hacia el cielo.
En la ciudad, con los neones de los comercios y las farolas de luz anaranjada, esa estampa no produce ningún efecto más que el contraste con el cemento gris.
A pesar del frío, encuentro mi terraza con estufas, al abrigo del aire por unos toldos transparentes y me instalo en una mesa, pido una copa de verdejo y me dispongo a pasar un rato poniéndome al corriente leyendo mensajes.
Han pasado semanas desde la última vez que estuve aquí, en mi media cita con el Capitán América.
Ese día lo planté, pero luego nos hemos vuelto a ver y hemos aceptado una tregua... su pelirroja por mi amigo. Nos hemos cruzado por la calle esta mañana y quizá por eso me ha apetecido volver a este bar.
Sigo pensando que el chico se merece un revolcón. Hoy llevaba el pelo largo por debajo de los hombros y vestía de cuero completamente. No sé donde tenía la enorme moto, iba andando y parecía despistado. Un adiós es lo único que hemos compartido.
Son casi las ocho cuando decido marcharme a casa, aún me queda un rato andando y ha sido un día muy largo.
Espero en la esquina del bar a que se ponga verde mi semáforo, cuando se para un coche pequeño delante de mi y para mi sorpresa se abre la ventanilla y una voz me dice:
—Princesa, ¿te llevo a algún sitio?
Me agacho un poco a mirar al conductor y lo veo, sonriente y seguro.
—¿Que le ha pasado a tu moto? —pregunto a Capitán América.
—Revisión. Me han prestado un coche de cortesía. Ya se que no te gustan las motos, pero ahora no tienes excusa...
Cierto. Me he negado ya en varias ocasiones a un traslado en dos ruedas. Y ahora no podía negarme.
Después de imaginármelo en mi baño, desnudo, las cosas ya no han sido igual.
Me pregunta si damos una vuelta.
—Claro, —respondo, —hay que aprovechar el vehículo.
Aún no sé como he contestado eso.
Cuando coge camino hacia la montaña de Montjuïc, no me inmuto, más bien al contrario.
Aparca bajo una enorme araucaria, donde la luz de las farolas no llega a iluminar el interior del automóvil.
Es nuestra primera vez real, a solas, con nuestro deseo por vestido. Y eso es lo primero que desabrocha con lentitud, uno a uno me va descubriendo, con su mirada prendida de la mía, mientras mi piel nota el frío de la noche.
Aún con el coche en marcha y la calefacción a tope, la reacción de mi cuerpo no se hace esperar. Él, sorprendido y encantado, no desaprovecha la oportunidad de catar mi piel, lo que aumenta mi sensación de calor.
Mientras, a pesar de la incomodidad del pequeño auto, desabrocho el ancho cinturón de cuero negro que sujeta sus ajustados vaqueros. Y me ofrece su virilidad completa.
No podría explicar la forma en que nuestros cuerpos llegaron a acoplarse, mas sí el placer que experimentamos, los movimientos de nuestros cuerpos que hacían balancearse al vehículo y la música que no ocultaba los gemidos de placer que nuestras bocas dejaban escapar.
Saciado por fin nuestro deseo, entramos en un momento embarazoso: cómo continuar ahora. Partimos en dirección al centro de la ciudad nuevamente. Capitán América sonreía y me miraba. Yo iba pensando en la manera de bajar del coche sin comprometerme a nada, aunque tampoco esperaba nada de él.
Cuando detuvo el coche cerca del bar donde me recogió, me acerqué y le di un beso en los labios sin dejarle hablar y con un adiós me bajé yéndome en dirección contraria al tráfico.
Sueño cumplido. En el fondo estaba eufórica. ¿Qué más se puede pedir?
Entre los árboles pelados, la luna me seguía con su acuosa mirada.
—ilusa, —parecía decirme —esto no ha hecho más que empezar.
Continuación de IDIOTEZ EXTREMA
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