A mi esposa le regaló una sobrina una muñeca grande, antigua, casi del tamaño de una niña de tres años, vestida con un vestido de antaño, clásico. Lo que me intranquilizó desde el primer momento fue su rostro, más bien sus ojos, una mirada casi humana, intensa, rara. A mi mujer se le ocurrió colocarla en una silla frente a nuestra cama, creo que el lugar menos aconsejable para mi preocupación. No padezco "pediofobia", el miedo irracional a las muñecas, nunca me han dado miedo, pero siempre he preferido no tenerlas cerca. Creo que la muñeca notó en cierto modo mi rechazo a que estuviese en casa porque en algunos momentos creí ver una sonrisa maliciosa en su rostro impávido.
La primera noche no pude dormir. En la oscuridad, los ojos de la muñeca brillaban tenuemente y me miraban amenazadoramente. A la mañana siguiente se lo dije a mi mujer y ella me contestó que había tenido una pesadilla o me había vuelto loco. "Quiero a esa muñeca fuera del dormitorio o no pegaré ojo ninguna noche", le dije. "Ni lo sueñes, no seas infantil", replicó.
La segunda noche fue peor. Desperté de madrugada y no vi los ojos brillar de la muñeca. Creí que ya no estaba en la silla de nuestro dormitorio, pero como tenía ganas de orinar me levanté ayudado por la luz de la pantalla de mi móvil para no tropezar. Al cruzar el pasadillo para pasar al cuarto de baño vi una sombra al fondo que se movía rápida para ocultarse. Sentí un escalofrío. Aquella sombra era la muñeca maldita. Encendí luces y la busqué. Mi mujer se despertó y dijo: "¿Qué haces, me has despertado?". Regresé al dormitrorio y comprobé que la muñeca ya no estaba en la silla.
"La muñeca tiene vida, se ha escondido en alguna habitación de la casa", le dije a mi mujer.
Se incorporó en la cama y comprobó que no estaba. "¿Qué has hecho con ella?", me preguntó.
"Nada, ha sido ella que se ha levantado". "No digas tonterías".
Oí un ruido en la cocina y hacia allí fui con temor, encendiendo las luces que faltaban por iluminar. La muñeca se había subido a la ventana y al verme se tiró al vacío dando un grito espantoso. Corrí a la ventana y me asomé. La muñeca yacía destrozada sobre la acera de la calle. Mi mujer ocupó mi puesto y comprobó espantada el resultado del suicidio. Giró el cuerpo hacia mí y me golpeó con rabia la cara con los puños cerrados."Has tirado a la muñeca, maldito seas", me dijo. Como pude me zafé de su agresión. Aquella noche no dormimos ya ninguno de los dos.
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