Se trataba de un extraño turista. Medio calvo y con barba cana, vestía una saya marrón con una cuerda que le abrazaba la cintura y unas sandalias como calzado. Mi primer contacto con él fue cuando trataba de esquivar una vespa de las infinitas que pululan por Roma. Le di un tirón del brazo que evitó el accidente. Algo asustado el desconocido me dio las gracias en un idioma que me hizo retroceder mentalmente a mis días de seminario: hablaba en latín. Se veía perdido en la Ciudad Eterna pero se sintió seguro cuando vio en mi solapa un pequeño crucifijo.
Todo lo que tenía ante sí le suscitaba asombro: las cuadrigas sin caballo que inundaban las calles, la ruina que asolaba los templos…. Estaba persuadido de estar en Roma en un día señalado a juzgar, decía, por la enorme cantidad de puestos regentados por gente de color ataviados de manera extraña. Las filas de gente esperando entrar al Coliseo confirmaban su sospecha. Pareció turbarse cuando vio unos centuriones junto al anfiteatro y me habló de la crueldad de Nerón. La leyenda S.P.Q.R. solo se hallaba presente en unas placas redondas de metal que se encontraban en el suelo. El término «alcantarilla» le resultaba desconocido. Por todas partes se veía a grupos de personas que seguían al que portaba un palo metálico con un pañuelo en la punta, cuando empezó a llover de aquel palo se extendió una tela negra que nos resguardó del agua, quedó maravillado.
Aunque empezaba a ser tarde para mí me ofrecí a acompañarlo a su residencia pero el hombre declinó la invitación agradecido. No obstante insistí en que aceptara el paraguas, se lo llevó y nos despedimos.
Al día siguiente todo el mundo lo comentaba. Bajo el Vaticano, sobre la tumba de San Pedro descansaba un paraguas negro.
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