Mi padre lo conoció en la década de los 50 cuando empezó a trabajar en el hospital psiquiátrico de aquella ciudad y jamás pudo olvidar su historia.
El hospital era un edificio que había conocido una época más gloriosa. Antigua propiedad de unos condes de la zona, había pasado a ser patrimonio estatal hacía lustros. En él mi padre atendía a los enfermos además de pasar a ser su confidente ocasional.
Anselmo era un residente. No se trataba de un enfermo conflictivo. Era delgado, de tez pálida y ojos grises. Todas sus demostraciones de locura se limitaban a alguna excentricidad, lo que en aquellos años de posguerra, convertía a cualquiera en candidato para ingresar en un manicomio. Allí convivían los seres más molestos que la sociedad de entonces ni sabía ni podía tratar adecuadamente. No eran centros donde se sanaba sino simplemente el lugar al que se retiraba a los enfermos mentales de la vista de los «normales».
Era un hombre que había rebasado los 60 años, de mirada triste y traje raído. Podía pasarse horas hablando frente a una silla vacía. Decía comer a diario en compañía de Alfonso XIII y presumía de dialogar con el espíritu de Miguel Servet de quien afirmaba que tenía una conversación inteligente, pero que desprendía un cierto olor a chamuscado. Le apasionaba leer y, a veces, el personal del centro se veía en la necesidad de obligarlo a dejar la lectura para acudir al comedor o irse a la cama. Si se le hubiera permitido, habría dejado de alimentarse y de descansar por no dejar su afición tal y como ya había hecho antes de ser recluido.
Ignacio, otro orate, se afanaba en coleccionar cuantas chapas de botella se hallaran su alcance. Su mente enferma transformaba las chapas en condecoraciones adquiridas por él mientras ejercía su profesión de policía.
«Esta me la concedieron cuando frustré el asalto del banco. Esta otra por haber localizado a una mujer secuestrada…».
Es lo que gustaba narrar a todo el que estuviera dispuesto a escucharle… o no. Asimismo aseguraba, mientras blandía su supuesta pistola, que no era otra cosa que una pastilla de jabón, haber sido quien logró detener al asesino de Julio Cesar.
Ignacio y mi padre eran de los pocos amigos y por tanto a los únicos que fue capaz de confiar su historia.
En la guerra, Anselmo, fue un soldado como muchos miles sin ningún convencimiento, al servicio de uno de los bandos. Después de capturar una difícil posición halló el cuerpo sin vida de un chaval vestido con el uniforme del ejército enemigo. En su bolsillo había una pitillera plateada con un solitario cigarrillo y una foto.
Guardaba ambos objetos asegurando que le librarían de todo mal.
Continuamente palpaba la pitillera ante el temor de que alguno de los residentes se apropiara de ella. Todas las noches pedía a mi padre que la guardara en un cajón de su despacho mientras él dormía. Era la mayor de las posesiones que había tenido jamás.
Ni siquiera esa pitillera evitó que Anselmo muriera víctima de un infarto a los 82 años aferrado a ella.
Mi padre, que sentía un sincero afecto por el pobre demente, acudió a su pueblo para informar a la familia y para llevarles el objeto de culto. Se trataba de una villa castellana de casas viejas y suelo empedrado por donde correteaban famélicas gallinas y niños con bata de listas.
No quedaba nadie allegado. Sólo una sobrina lejana. Mi padre se presentó en su casa. Ella le hizo pasar y después de haberle sacado un vaso de vino y unas rodajas de salchichón, reveló que su tío había perdido la razón a raíz del hallazgo del cadáver de un joven durante la guerra.
El azar quiso que su tío encontrara muerto con el uniforme del ejército enemigo a su único hijo.
En la pitillera del soldado, junto a un cigarrillo, estaba la foto de su padre, Anselmo.
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