Presencia de vaivén doliente indoloro.
Surge tu sombra y te trasfiguras desde la oscuridad obsidiana del firmamento.
Eras silencio que pierde su forma y se transforma en viento.
Eres ahora el ruido de la hoja seca rodando en la mañana del invierno.
Hoja acogida por sus hermanas, se vuelve hojarasca que surge de los basamentos.
Y te formas. Desnuda.
Tu cabello vuela y se transforma en mutación eterna. Aire. Silbido elemental que se cuela por los resquicios de mi morada terrena.
Alcanzas tu mano que se revela al contacto con la luz.
Reconozco tu inacabable canto de cenzontle. Azteca. Yo también lo amo.
Susurras:
-¿Serás de este mundo?
Quiero ser del tuyo –creo decir- préstame la escalera que sube a tu cielo.
-No – siento tu halito tibio en mi frente- Ahora el conejo de la luna habita la terrenidad.
Embrújame –creo seguir diciendo- edifícame.
Y tu piel se torna del color que eres. Y te vuelves fiebre que me sale por los poros.
La luz del cielo alto baja por tu cuello y se interna en el laberinto de tu pecho. Se difumina por la avenida que llega hasta tu ombligo. Centro del universo.
El sigilo se suprime. Cuerpo que habla. Cuerpo códice.
Movimiento.
Movimiento.
Movimiento.
Y existes en brasa ardiente. Te vuelves incienso y eres danza metamórfica sobre el adobe. Me divides una a una las hebras del cabello y te soplas justo en medio. Tu ser me completa.
Descanso.
Unes uno a uno mis cabellos nuevamente, segura de que ahora habitas en mí templo.
Presencia de vaivén doliente indoloro
Eras silencio que pierde su forma y se transforma en viento. Ruido de la hoja seca rodando en la mañana, pero ya no eres invierno.
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