Uno más

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Atardecer. Dormita, o eso parecería viéndolo desde cualquiera de las viviendas próximas. Una gran algarabía lo despierta terminando con el sueño en el que se  encontraba inmerso. Acerca la cara un poco al cristal de la ventana y reconoce el origen de su desvelo en una multitud de niños que como cada tarde abandonaban alborotados el colegio de San Jorge, situado unas manzanas más adelante. El cura que casi es arroyado  es don Manuel, obeso y colorado, que cada domingo arenga a la gente del barrio desde su púlpito, instándola a la penitencia y a la generosa donación que para alegría de los vecinos más necesitados, es recogida al terminar la liturgia. Con esto los buenos cristianos ganarán méritos a los ojos de Dios y por supuesto estaran bien vistos por el párroco. También cita como ejemplo poco pío, a todas luces recriminable y por supuesto proscrito, a comerciantes y empresarios, los cuales, con una insolidaridad rayando en la herejía, tan solo se preocupan por la acumulación de grandes capitales, que emplean para saciar sus impuros vicios y los de su progenie. Terminados los oficios se dirige al comedor tras la sacristía donde a cuenta de lo recaudado hace suyo el pecado capital de la gula. Luego suele caminar hasta el casino donde junto un grupo de acólitos bebe y juega hasta bien entrada la noche. Para retornar a la rectoral dispone que lo acompañe alguno de los monaguillos que lo ayudan en la misa, los cuales ssuelen aprovechar el camino de vuelta y la momentánea indisposición etílica del sacerdote para aligerarle los bolsillos de las escasas monedas que puedan quedarle.

Va pasando este personaje, no sin apuros entre los chiquillos y se cruza un poco más allá con el ciego que mendiga junto el estanco de doña Antonia, que le permite instalarse en aquel lugar por compasión y por los dos reales diarios que aquel le dá.

Un grupo de asiduos sale en ese momento de la bodega de Julio, hombre bruto, incluso con sus amigos, rudo, peleón y más bebedor que cualquiera de sus clientes.

Suenan cada vez más cercanos sobre el empedrado cascos de caballo portando a un retén de la guardia, avanzando poco a poco calle adelante, debido al rumor extendido de que se fragua un alzamiento obrero, cosa sabidamente improbable, y única circunstancia por la que los agentes del orden patrullarían las calles más pobres de la capital.

El tiempo seguramente confirmará lo que él piensa; aquella masa de seres humanos sin esperanzas quizá nunca levantarán su puño contra el poder, ya que bastante tienen con buscar el sustento con el que sacar adelante a  sus familias, que aguardan en el hogar con ese deseo entre místico y utópico de una vida mejor.

Se retira un momento y se mira a sí mismo, no es rico, y el dinero que tiene le da apenas para malvivir, encerrado en aquella estancia y atado por siempre a una silla de ruedas de la que cuelgan sin vida sus flácidas piernas que nunca conocieron el sentir del suelo bajo ellas. Se gira y empuja las ruedas hacia el centro de la estancia en donde hay una vieja mesa de madera agujereada en muchas zonas por la polilla. Abre uno de los cajones y toma lo que hay en su interior. Es una ilusión que le tienta, acaricia ese objeto, fantasea con sentir el contacto del frío metal contra su piel y luego apretar el gatillo y acabar con su sórdida e inútil vida....., pero, el romanticismo ha pasado ya de moda y tan solo le queda el consuelo de que es un desgraciado más, viviendo junto a muchos otros arrinconados en el desván de la inmisericorde y cruel ciudad industrial.


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