Capitulo 3: la mano en el frigorífico (parte IV)

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Al parecer el comisario Richardson y Deny Buller se conocían, cosa que le extrañó, y eso le había salvado de acabar expulsado por su jefe. Ahora quedaba la cuestión del caso; cómo iban a resolverlo cuando, al menos por su parte, no disponían de suficientes datos que enlazar para obtener un resultado razonable.

El detective daba vueltas al asunto mientras conducía, tal y como había dicho Deny, a la dirección apuntada en un trozo de papel: calle punch, número 53. La calle en sí le sonaba, pero su duda quedó aclarada cuando su compañera se lo afirmó.

–Es donde trabaja el señor Franklin –revisaba las fotografías que había recibido del comisario Richardson– Cuando estuvimos en su casa me fijé en que no llevaba ninguna bolsa con la ropa de trabajo ni uniforme, luego hoy no ha ido a trabajar. Si vamos a su trabajo, confirmaremos esa suposición.

-¿Y qué pasa porque no haya ido a trabajar hoy?

Deny continuaba mirando las fotografías con el cejo fruncido y acercándose cada vez más a la impresión.

-No parecía estar enfermo. ¿Crees que un hombre que hace que su mujer fabrique su propio jabón se permitiría un día de descanso? Además, es evidente que ha estado todo el día fuera, si no la señora Franklin no se hubiera sorprendido tanto de que llegara a casa a esa hora; él llega de trabajar a las 6.25 de la tarde. Cuando nosotros le oímos llegar eran en torno a las siete, luego ¿dónde ha estado todo ese tiempo?

Siguió su razonamiento lo mejor que pudo, captando la información y procesándola en su cerebro. Tenía bastante sentido. Sin embargo, aquel supuesto podía tener muchas otras explicaciones, de modo que sólo lo sabrían si iban a la obra donde trabaja el señor Franklin y preguntaban por él.

–¡Fascinante!–exclamó Deny e hizo que el detective Wayland diera un pequeño brinco en su asiento.

–¿Has descubierto algo?- preguntó. Pero para cuando ella pudo responder tuvo que detener el coche; habían llegado a su destino.

De lejos ambos observaron como los últimos obreros salían de la construcción, un edificio residencial a medio terminar. Antes de que se diera cuenta, Deny bajó del coche y se acercó a hablar con uno de ellos. Volvió tan solo unos minutos después.

–Hace justamente una semana que no viene a trabajar. Se despidió porque dijo que había encontrado un trabajo mejor, y apostaría mis gafas a que le pagan más. De todas formas yo si fuera él también lo hubiera hecho; no le tenían mucho agrado, y yo diría que hasta le envidiaban.

–Pero eso no explica qué ha estado haciendo toda esta semana. A lo mejor…

–¡Allí!–señaló a la acera de enfrente, donde estaban aparcados varios coches. La menuda figura del señor Franklin apareció entre ellos; se había bajado del coche azul oscuro que conducía.

–¿Qué estará haciendo aquí si ha renunciado?

Deny le mandó guardar silencio mientras ambos miraban expectantes desde las ventanillas cómo el hombre se acercaba a uno de los hombres que salía de la obra y hablaba con él, con la misma cara de pocos amigos con que les había tratado a ellos. El detective Wayland quitó del contacto las llaves del coche, de forma que toda las luces se apagaron. Lo mejor sería que no fueran vistos y por suerte la oscuridad de la noche les amparaba ocultándolos de la vista.

No pasaron ni diez segundos cuando el hombre subió a su coche, solo. Wayland sintió decepción al ver aquello. Sin embargo su estado de apaciguamiento se terminó en cuanto su copiloto le pegó un fuerte codazo. Le dijo que le siguiera allá a donde fuera, pues eso les llevaría hasta la verdad del asunto.

Condujo hasta la calle Larchwood, deteniéndose frente a una joyería a la que entró. Esperaron un largo rato hasta que finalmente el hombre salió y se fue con el coche nuevamente. Como esperaba, inmediatamente después, él y Deny ya estaban dentro de la tienda, preguntando al joyero por la finalidad que le había llevado hasta allí. Con algo de locuacidad, por parte de la chica, consiguieron obtener la información que tanto necesitaban. Al parecer, el señor Franklin había estado haciendo negocios con Billy Boots, el joyero, a quién había logrado convencer para que le comprara una pieza en concreto que él mismo había  tasado. El objeto en sí no parecía tener más valor del que pudiera percibir cualquiera que lo mirara de cerca, sin embargo Billy era más experto en materia de antigüedades que en piedras preciosas.

Deny y Wayland pudieron ver con sus propios ojos una joya de más de dos siglos que había sido vendida por un precio mucho inferior al real y que, siendo Billy consciente de ello, podría haber hecho rico a cualquiera. Pero tratándose de un objeto tan peculiar era de esperar que se vendiera por mucho menos o de lo contrario llamaría demasiado la atención. Así, el señor Franklin había recibido una generosa suma de dinero por la joya y Billy tenía en sus manos un tesoro que nadie conocería.

Eso, se dijo el detective Wayland, explicaba porqué el señor Franklin había dejado el trabajo como constructor; sin embargo ¿qué relación tenía con el caso? “Volvemos a donde estábamos” pensó y, en efecto, acabaron por regresar a donde comenzaron: la casa de los Franklin.


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