Doña Brígida

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Doña Brígida era una dama de porte distinguido y de trato tan rígido como las puntillas de su vestido negro.

Esa tarde, de pie en mitad de la habitación, sentenció:

—Has acabado el bachillerato y debes ir a Zaragoza a estudiar la carrera. Tienes plaza en un colegio mayor donde residirás.

Su hijo, educado en tan victoriano ambiente, no tuvo otra que asentir.

Ignacio era un joven de 18 años que apenas había salido de la finca paterna, únicamente para los exámenes y para el sepelio de su padre. Es por ello por lo que la literatura prohibida y alguna que otra revista, traída por su tío camuflado entre libros «decentes», le hicieron despertar en el joven deseos de… ver mundo. Suponía que las mujeres podían ofrecer un lado más amable y sobre todo más sensual que lo que había podido ver en su entorno.

Un cruce de cartas bastó para dar luz verde a la operación. Ignacio salió para Zaragoza con una maleta, un bocadillo de jamón serrano y un papel con la dirección del colegio mayor.

Al llegar a la capital preguntó  por una calle de mala nota cuya dirección le había sido facilitada por su tío. Un mocoso se ofreció a acompañarle llevándole por un sinfín de calles intrincadas. Al fin le señaló una puerta y extendió la mano con la idea de recibir unas monedas por su servicio, pero no fue recompensado. El joven con la maleta preguntó por «la Rosi» y el portero respondió con una indisimulada sonrisa:

—Sigue, sigue hasta la puerta de allí.

Tras ella le esperaba una mujer fumando excedida en carnes, años y pintura. El tugurio apestaba a humo y a perfume barato. «La Rosi» al verlo lo cogió de la mano y exclamó:

—Este pimpollito es para mí. ¡Ven conmigo, galán!

En el infame cuartucho ella comenzó a desnudarse. Al liberar su abundante pecho vio la cara de asombro de él, momento en el que cogió la cabeza del asustado estudiante y la hundió entre esos dos enormes senos. Ignacio, medio ahogado, dio un paso atrás. Aquello no le proporcionaba en absoluto el placer que iba buscando. «La Rosi» sonreía mostrando sus dientes amarillos por la nicotina. Ignacio  salió despavorido del lugar.

Afuera le esperaba el chaval que le había servido de guía deseando vengar la afrenta. No le había dado ni un duro por sus indicaciones y ahora lo iba a pagar. En tono melodioso como el canturreo de los colegiales mientras se estudian las tablas de multiplicar empezó a gritar:

—S´ha ido de puuuutas, s´ha ido de puuuutas.

Al solista se le unían otros chavales del barrio. Insólito coro de «voces blancas».

—S´ha ido de puuuutas, s´ha ido de puuuutas.

Ignacio cada vez corría más rápido, pero los pregoneros le seguían. Al fin pudo parar a un taxi que le llevó al colegio mayor.

Se trató de una experiencia que distaba mucho del éxtasis del que su tío le había hablado. Al contrario, había llegado a ser una pesadilla y desde luego nada discreta.

Estudió la carrera y se casó con su novia a la que conoció en Zaragoza. Marta, la encantadora joven que atendía en la copistería cercana a la Universidad, era seria, formal y de buena familia, tanto que incluso doña Brígida la vio con buenos ojos.

Sus hijos fueron educados siguiendo las rectas directrices de la abuela.

Nunca supo doña Brígida que la mejor clase de moral que adquirió su hijo se la había impartido una meretriz conocida como «la Rosi».

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