Se amaban desde hacía años y ni siquiera estaban guardados en la misma caja. Sólo tenían la oportunidad de mirarse a los ojos unos días porque los colocaban frente a frente, ella rodeada de sus ovejas y él junto al río, pescando. Las ovejas medían apenas un centímetro cada una y semejaban palomitas de maíz sostenidas por cuatro alambres. Todas excepto una que tenía cercenada una de sus patitas y presentaba una precaria estabilidad.
Los niños de la casa movían las figuras a su antojo, acercando los Reyes Magos al Portal un poco cada día y cambiando a los demás de ubicación para «darles vida». En uno de esos movimientos en aquel 25 de diciembre, la oveja lisiada fue colocada al borde justo del riachuelo. Hubo un portazo en la casa. Él reaccionó con presteza. Fue el Divino Niño el que hizo posible que el pescador hecho de barro pudiera moverse en el preciso instante para evitar la caída del animal. Una vez atrapada la llevó hasta su dueña quien, sonriendo, le tomó de la mano. Así quedaron hasta el final de la Navidad.
Nadie notó el cambio por el que en una caja habían de ser guardadas dos figuras unidas por las manos:
La pastora y el pescador, ya siempre juntos.
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