Llevo todo el día pensando y dándole vueltas a lo que fue hasta ahora el discurrir de la vida, tres actos:
PRIMERO: la edad de la inocencia, del juego, del encuentro con los demás, aprendiendo a compartir, cediendo un poco de cada vez sobre nimiedades, pero que en esos momentos se antojan transcendentales, a aproximarse a l@s otr@s dejando que ell@s penetren al mismo tiempo en ese mundo de grandes fronteras y pequeños límites del que nos rodeamos, a compenetrarse, buscando puntos de unión e intereses comunes, fijando objetivos ideales que parecen abordables y asumibles con el esfuerzo conjunto, a sonreír, porque la sonrisa es la primera derrota de nuestro egoísmo frente al prójimo, es esa pequeña grieta que va quebrando el muro que con estruendo cae entre nosotros cuando nos aceptamos tal y como somos, sin más.
SEGUNDO: la aventura, descubrir mil mundos en lo cotidiano que nos espera, sumergirse en lo prohibido, formar grupo con otr@s cachorr@s de distinta camada, luchando en broma y jugando en serio por ver quien lleva la voz cantante, viendo como dentro de cada uno de nosotros nacen mil ilusiones y desaparecen por contra otras tantas. Es el tiempo del cambio, del conocimiento, del sentimiento que despierta de múltiples formas, de la ruda e incipiente sensibilidad, al principio un tanto ajena y desnortada, que lleva palos de todos los lados; unos que le muestran el camino y la mayoría que se lo confunden, del amor, esa sensación aparentemente inocua pero que tiene causado más daño que muchas guerras, siendo muchas veces uno la víctima y tan solo dos los contendientes, de la fantasía, pues en este período se inician los caminos que pueden llegar a hacer realidad, cuando menos, parte de los sueños del anterior.
TERCERO: la ruptura, la separación. Todo lo que hasta ahora se había ido uniendo y parecía eterno, fruto de empujar todos un poco, reacciona y con el clima apropiado se vuelve en contra de uno. Es el momento de sentirse ajen@, desplazad@ de lo que en otro momento se participaba activamente, de ver que ya no prende la llama que a otros alumbra, del pesar que distorsiona la forma de vivir cada día, lastrando las ilusiones y los objetivos, vendando los ojos e impidiendo ver una realidad distinta y cambiante, del sufrimiento, pues en verdad no hay nada que pueda hacer más daño al ser humano que el mismo, ya que de viejo es conocido que el hombre es como un lobo para el hombre. Se produce un sentimiento de hundimiento, ningún túnel de los que se atraviesan parece tener luz al final y todas las soluciones parecen inalcanzables, y así uno mismo se condena y se auto convence con el argumento de que no se puede hacer nada más al respecto, que es lo que hay. Mala suerte.
Pues bien, todo esto ocupaba mi mente ocultándome el sol que brilla afuera. Siempre está más a mano compadecerse de la propia desgracia que tratar de buscar una solución. Es cierto que todo tiene un final, pero no lo es menos que todo aquello que termina da paso a algo distinto que comienza. Si el vivir no implicase cambiar de alguna forma, hace ya tiempo que no estaríamos por este mundo. Es preciso comprender que hay cosas inevitables, pero que a veces pueden serlo para lo bueno y para lo malo, cara y cruz de una misma realidad. Nada permanece eternamente y es necesario probar cosas nuevas, no se trata de encontrar algo perfecto y luego amoldarse siempre a ello. Cada uno somos hijos el tiempo en el cual vivimos, es cierto que unos lo padecen y otros lo disfrutan en distinta medida. Aunque del inconformismo, sea este incipiente o militante, surge el impulso que nos mantiene en marcha, ya que el hecho de que pensemos que es posible introducir un cambio en nuestras vidas y en las de los demás, es el comienzo de todo lo bueno que está por venir.
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