Lo habían estado planeando durante meses. Ya no quedaba ningún cabo suelto: el coche, las máscaras, las pistolas…
Corría el año 1935.
Se conocieron en la cárcel, cuando apenas les quedaba un año de condena a cada uno. Eran tres criminales a los que la reclusión no les había redimido en absoluto.
Tenían bien estudiado el calendario de retirada de dinero y el escaso sistema de alarma del banco. Solo faltaba dar el golpe. Sería el jueves 27 a las 11:11.
Para planificar la acción se reunían en un pequeño cuartucho en las afueras de la ciudad. En él, no se hallaba mueble alguno y como única ventilación, un ventanuco estrecho ubicado en lo alto de una pared.
Llegó el jueves y se reunieron a las nueve en punto para, una vez más, repasar los diferentes roles de cada uno.
Charley no estaba nervioso, más bien ilusionado ante su nuevo golpe. Alguna sombra de duda le había turbado cuando pensaba en la pericia de sus compañeros de atraco, pero la excitación que le producía su próximo delito le hacía disipar toda preocupación.
A la hora determinada llegaron frente al banco. Uno de ellos se quedó al volante del coche, los recogería tras el asalto. Charley y el otro compinche entraron en el banco mientras se colocaban las caretas.
Al principio, iba todo bien. Ya tenían las sacas con el dinero. Entonces se produjo el tiroteo. Un guardia sacó su arma y disparó contra uno de los atracadores que cayó muerto. Los clientes del banco huyeron en tropel. Charley aprovechó la desbandada y se escapó entre ellos. Pudo ver como la policía detenía al tercero de los malhechores mientras trataba de situar el coche frente a la sucursal bancaría.
A punta de pistola robó un coche, matando al conductor posteriormente. Condujo hasta un lugar cercano al pequeño local donde habían planeado el golpe. El vehículo y su dueño se hundieron en las aguas de un lago próximo. Caminando fue al cuartucho. Entró. La puerta de acceso se bloqueó al caer una tabla que cayó del desvencijado techo. Al oír el impacto, trató de salir. Era imposible. Pensó escapar por el ventanuco, pero estaba muy alto. Entonces le asaltó la idea de que el chofer del atraco estaría revelando todos los datos a la policía y que sería localizado de inmediato.
Miró el dinero que se había llevado del banco. No podían cogerlo con aquella prueba inculpatoria.
Cuando comenzó a escuchar las sirenas de los coches policiales, ya casi no le quedaban billetes. En su intento de no ser pillado con la prueba del delito, se había comido todo el papel moneda robado.
Nadie pudo culpar a Charley. Ni siquiera el otro detenido consiguió acusarle. Se conocían, si, pero eso no le convertía en uno de los atracadores buscados. No había pruebas contra él.
Hubiera vivido libre muchos años si no fuera por el envenenamiento que le produjo la tinta de los billetes que le costó la vida a los pocos días.
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