Como dos náufragos (parte 1)

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COMO DOS NÁUFRAGOS
 
         Nos abrazamos como dos náufragos extraviados en medio de un piélago infinito, con furor, con codicia, con ansia de supervivencia, también con miedo, miedo al vacío inmenso, negro, voraz, que se extendía más allá de esa piel y de esa carne a las que nos aferrábamos con exasperación. Pugnábamos por devorarnos mutuamente, tratando de satisfacer con el voluptuoso encuentro el hambre de nuestro espíritu, hambre de libertad que hacía rugir nuestras almas con borborigmos siniestros y cuya exigencia nos carcomía las entrañas como un comején ávido de devastación. Espoleados por ese apetito, las caricias se convertían en desgarros, en dentelladas los besos, en bramidos los jadeos, cada acoplamiento en una feroz embestida, sumidos ambos en un rito salvaje donde la búsqueda de placer había sido relegada a un segundo plano, postergada en su primacía por otra búsqueda, la de esa libertad que tanto anhelábamos, en un intento desesperado de manumisión, de romper las cadenas que por debajo de nuestras vísceras tiraban y tiraban con el nefario propósito de hundirnos cada vez más en esa infinita nada donde no hay luz, calor ni sueños.

           La ardentía del delirio soliviantaba los cuerpos desnudos y éstos, a su vez, de volanta servían a las almas, anhelantes la una de acoplarse con la otra del mismo modo y al propio tiempo que tenía lugar el encuentro entre los sexos, todo al ritmo de un único y alocado compás bajo el que aspirábamos en definitiva a la comunión plena, al perfecto ajuste del que naciera la energía necesaria para escapar del sombrío erial al que ambos habíamos sido desterrados y dejar de respirar su atmósfera opresiva, helada, oscura, tan pesada que parecía hecha de plomo líquido, evadirnos en suma de ese páramo cruel al que llaman soledad.

           Uñas que acuchillaban las espaldas y componían en su incisivo viaje enrojecidos surcos sobre la piel desnuda, gritos ahogados por el frenesí de la desesperación, respiraciones donde la impaciencia se nutría del aliento arrebatado, caricias delirantes, bocas besando con violencia, dientes que mordían con furia, sofocos, sudor, anhelo.... Voces todas que, deprecantes y ávidas cual hambrientas crías, gritaban para que acudiese en su amparo la esperanza, mientras la carne proseguía su impetuoso despliegue de lujuria.

           Una y otra vez se ensamblaban nuestros cuerpos en furiosas acometidas, carne dentro de la carne en pos del camino que condujese a la ambicionada liberación. Pero ésta no terminaba de llegar, ora parecía acercarse, ora se volvía a disolver en la negrura inmensa, como la luz inquieta de un faro que saltara una y otra vez sobre un mar tenebroso, como esos espejismos que aparecen y desaparecen a cada parpadeo y que finalmente, justo cuando parecen estar al alcance de la mano, se desintegran para siempre en medio del atroz desierto. Actuábamos de un modo febril. Mi sexo penetraba en el suyo con toda la profundidad que le era posible, buscando llegar a lo más hondo, como queriendo con esas arremetidas atravesar las barreras que nos mantenían presos y salir a una superficie diáfana. Y ella se entregaba del mismo modo, apretaba con fuerza sus caderas contra las mías, como si pretendiera exprimirme, y con enloquecida pasión, con una delirante fiebre que se percibía en su piel, ardiente como la lava, vivía y moría en ese encuentro, con idéntico afán liberatorio al que a mí me movía.

           Místico encuentro en cuyas profundidades indagábamos en busca de cualquier fanal que arrojase luz sobre el tenebroso entorno que nos sofocaba, atentos a las claves que desvelaran el maldito enigma, el trabado misterio que envolvía nuestra propia existencia atormentada, convencidos de que la verdad, esa verdad, de llegar a descubrirla, nos haría libres, proporcionándonos la llave con la que poner fin a nuestro encierro, tan próximo éste en el deseo y tan lejano en cambio cuando con la realidad se confrontaba. Y gritábamos de nuevo. Gritos que, aun catapultados por los envites del placer, encerraban tras su concupiscente envoltura una petición de auxilio, el clamor de dos cautivos que ansían su rescate. Eso éramos ella y yo, dos cautivos que necesitaban ser de inmediato liberados. Y en demanda de esa liberación seguían las uñas desgarrando la piel, frenética, enloquecidamente, sumergidos en una especie de lascivo holocausto donde las bocas indagaban como caníbales ávidos de humano alimento, mordiéndonos, abrasándonos, consumiéndonos, guerreando los sexos en pos de la simbiosis última que desencadenara ese redentor estallido de luz.

           Alcanzamos el orgasmo al unísono, cuerpos elevados entre convulsiones y espasmos más allá del material soporte que los sostenía, dos flores eclosionando en medio de un pedregal inhóspito, color surgiendo del calor, rojo y azul, fuego y cielo, apoteosis de la sangre que tuvo su sonoro contrapunto en el aullido final que anunciaba la derrota de la oscuridad frente a las flamígeras huestes de la luz. A la sacudida de los cuerpos en la plenitud del goce siguió luego la placidez del silencio, la calma que sucede al fragor de la batalla, la paz, la embriagadora y deliciosa paz, una paz que por momentos parecía inundarlo todo en derredor, elevadas las almas por encima de cualquier sensación de resentimiento, opresión o clausura, abrazados en una unión extática al socaire de la cual se sentían a salvo de la suciedad del mundo, aislados de las ofuscaciones cotidianas, de la acomodaticia rutina, del peso de una existencia que nunca había dejado de asfixiarlos. Y la paz traía de la mano a la luz, una luz rutilante, pero no cegadora, suave como la seda, limpia como las cristalinas aguas de un venero, una luz que acariciaba nuestras almas al tiempo que demolía los oscuros barrotes de la celda donde estaban confinadas.

           Ah, pero qué fugaz resultó a la postre ese fulgor, poco más que un guiño, una mera ilusión delicuescente; victoria sólo momentánea, efímera, irreal, una trampa de la carne que no consiguió retener al espíritu más que durante breves instantes. A vertiginoso ritmo, apenas un abrir y cerrar de ojos, la luz se desplazó primero del prístino blanco a un ocre deslucido, desde donde siguió avanzando a lo largo del espectro hacia tonos cada vez más mates, más pesados, más brunos, y así hasta apagarse por completo, hasta terminar de nuevo devorada por la oscuridad más absoluta, que volvió otra vez a coparlo todo y que de su mano trajo de vuelta al vacío, la nada, el infinito oscuro, las cadenas, el odio hacia todo y hacia todos. Sin casi habernos dado cuenta del tránsito, volvíamos a estar a la deriva en medio de una inmensidad estéril. ¡Náufragos de nuevo!

      (Continúa en otra publicación porque, lamentablemente, no se pueden superar las 1200 palabras)


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