Por fin era 1 de julio y mis padres me dejaban, como todos los años, en casa de mis abuelos.
Para mí aquello significaba una fiesta. Las comidas de la abuela, los chapuzones en el río… pero sobre todo las aventuras con el abuelo.
A pesar de sus años seguía siendo el médico del pequeño pueblo. Era un hombre grande, de pelo blanco y ojos grises que brillaban tras las gafas que descansaban casi en la punta de su generosa nariz.
Un par de veces a la semana, después de pasar consulta en un anexo de la vivienda, se despojaba de la bata y me llamaba:
«Toñin, hoy toca...»
Lo que tocaba era siempre algo divertido. Un día Indios y Vaqueros, otro Policías y Ladrones, al siguiente, lo que su imaginación maquinara.
Disponíamos varias habitaciones para que nuestros juegos pudieran tener cabida. Con dos sillas de ruedas simulamos una persecución del sheriff «Tony Newman» tras el salvaje piel roja «Aguja que Pincha». Tras el hostigamiento todo quedaba lleno de flechas con una ventosa en la esquina y algunas pistolas de plástico. La recompensa era el mejor colofón. Unos buenos trozos de bizcocho casero con chocolate a la taza.
Recuerdo cuando se le ocurrió que podíamos jugar al Esconde Cucas. Todavía teníamos más espacio pues la casa entera podía servirnos sin tener que revolverla demasiado.
—Uno, dos, tres… Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve y ¡CINCUENTA!
Por más que lo busqué durante toda la tarde no lo pude encontrar. Pedí ayuda ya que no respondía a mi grito:
—Vale, abuelo. Me has ganado. ¡Sal, por favor!
Pasaron horas antes de que uno de los vecinos se percatara de que un armario había sido movido. Entre varios hombres lo desplazaron y el cuerpo de mi abuelo cayó desplomado.
Días después, el juez dictaminó tras la autopsia que había muerto de un infarto por el esfuerzo que le supuso mover el armario para esconderse.
Todavía vuelvo todos los veranos a la casa del pueblo. Aún permanece una flecha adherida a un cuadro colgado en la pared. Nadie ha querido retirarla.
Con mucha devoción levanto cada año la fotografía de mi abuelo y le susurro:
—Te echo mucho en falta. Hoy en día juego con mi hijo como tú me enseñaste. Quizá te pasaste al esconderte así, pero me ganaste. Eso es un hecho. Eres el mejor. Te quiero, «Aguja que Pincha».
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