Desperté con las campanadas de la iglesia. Aún no amanecía totalmente, pero el mundo ya estaba inquieto. Tal como me enseñó mi madre – a quien Dios tenga en su santa gloria – me cepillé los dientes y me arregle el cabello. Cuando salí a la calle vi los nubarrones carmines, al instante supe que algo estaba descompuesto. Camine hacía la muchedumbre.
La sangre se extendía sobre la nieve en un rastro inconsistente y de un rojo cristalino. Los hombres fumaban, apilando troncos y ramas sobre un promontorio, nerviosos. Mujeres y niños empañaban los vidrios de sus hogares mientras observaban. Pronto vino Todos Santos Contreras –el presidente del pueblo- con una comitiva armada. Volteó hacía mí desde el asiento de la camioneta:
¿Usted que hace ahí parado, Guadalupe? – dijo- vengase con nosotros que también va a subir.
Sentí algo parecido a una piedra pesada en el pecho. Algo me decía que debí haberme ido del pueblo tres días antes, para pasar las fiestas en la ciudad, con mi familia.
Recobre el sentido mientras avanzaba hacía la camioneta. Los hombres me hicieron un espacio al fondo de la caja, justo en medio. El olor del tabaco combinado con el café que bebían, hizo que pronto el ambiente se llenará de un tufo agrio. Sentí náuseas y me cubrí media cara con la bufanda. Un hombre de escasa edad me miro con complicidad, también se cubrió. A través de sus ojos pude ver el miedo y sus manos inseguras sosteniendo una escopeta recortada. Le acerque mi brazo: si no la sostienes con fuerza se puede disparar aquí dentro –le dije-. Me la dio sin mediar palabra.
Revisé el arma con cuidado, al fondo se oía un murmullo nublado que poco a poco fue aclarándose: Necesitamos que se bajen para ayudar.
Así lo hicimos, a mano limpia. Cogimos a la criatura ligeramente acartonada por la sangre que ya había empezado a secarse y la colocamos sobre la pila desigual. Me quite la bufanda cuando empezó a arder, fue un gran error, ese aroma me contaminó la ropa y sobre todo la mente, aun en sueños puedo olerlo.
Y no lloró por cobarde, si no por lo que pasó después.
2
La montaña había despertado, cómo cada diciembre, la noche previa arrojó sus incandescencias. La camioneta avanzaba torpemente por los caminos accidentados; habrán pasado cientos de metros para que dejáramos de ver el humo que salía de la piel carbonizada y las vísceras burbujeantes.
Llegamos al último paraje y comprobamos el horror de las dos únicas casitas que un día antes eran sitios tranquilos. Las puertas no estaban donde debían estar y el tapiado de las ventanas claramente se había desprendido desde fuera. Marcas uniformes de garras nunca vistas adornaban el escenario.
Sentimos más miedo y por instinto quisimos volver al vehículo, pero Todos Santos dijo que no. Anotaba en una libretita todas sus observaciones y quiso hacer un inventario del interior de las casas: para buscar patrones –confirmó-, primero revisaremos la del guardia.
Apreté la escopeta y di un paso delante. El guardia del paraje era mi amigo, se lo debía, él me consiguió este trabajo.
Justo frente a nosotros se hallaba el baño comunitario, me apresuré a rodearlo, escopeta lista en mano. Las escuetas paredes estaban intactas. La criatura debió ser inteligente –pensé- sabía que ahí no había alguien en el momento del ataque.
Mi teoría se desmoronó con un signo de alivio que compartí a gritos: un pequeño rosario colgaba fuera del bañito, se movía con el capricho del viento, su pequeño resonar metálico nos transmitió una paz confusa. La criatura respetaba los objetos sacros.
3
En la casita principal había dos camas, una que - por sus condiciones - era utilizada constantemente, y otra arrinconada que servía como reposa objetos. Debió ser la cama de su esposa –dijo el hombre joven que me dio la escopeta horas antes- en octubre cumplió dos años de haber fallecido. Me extendió la mano: mi nombre es Carlos.
No terminó de decirlo cuando escuchamos gritos desde la otra casa. Salimos en el acto… sangre fresca por todas partes. Carlos empezó a llorar involuntariamente.
Nítidos, en las copas de los árboles, se percibían los rugidos de algo. Ruidos fugaces que rompían las ramas y un alarido escabroso que resonó apagando el mundo con su eco perverso.
Reconocí la chaqueta del presidente, tirada sobre la nieve… un escalofrío me abarcó. Busqué pegarme espalda a espalda con Carlos, pero no lo encontré mientras avanzaba hacia atrás, comprendí que ya no iba a estar y me detuve. Las piernas me temblaban y empecé a intentar un rezo. El ambiente se llenó de un olor metálico y sulfuroso.
Fue cuando los ruidos se detuvieron y aparecieron ustedes, después de eso me dieron a beber algo y no recuerdo más.
-¿Tiene usted el objeto?
Sí, tengo el rosario aquí en mi bolsa.
-Entréguemelo.
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