El aprendizaje II

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Una señora bondadosa que lo vio vagabundear por las calles, se compadeció al interesarse por su historia, y saber que era huérfano. Pensó que podría recogerlo en un rincón del mesón que regentaba. Pero, al tercer día hospedado rumió que no podía mantenerlo eternamente.

En esos días, paso un ciego por el mesón que pensó tomarlo como guía y se lo solicito a la dueña. Ella, agradecía por la renovación en la carga por el sustento, le rogándole que lo tratara bien. El ciego le aseguro que lo trataría como si fuera su propio hijo.

Tras dejar el mesón, comenzaron a caminar hacia las afueras de la ciudad hasta que se puso el sol, cuando no quedada claridad observaron un puente junto al río Llobregat, y el anciano decidió que aprovechando que existía un claro junto al rio pasarían allí la noche. Debajo de un arco de la construcción, extendieron una roída manta que llevaban porque eso era mejor que dormir al raso.

Al despertarse con las luces del día, azuzó a Edmundo para no llegar tarde a la primera misa. Se dirigieron al replano de la Seu, donde estaba la residencia de la autoridad episcopal y la catedral de Santa Cruz y Santa Eulalia. El viejo, con su aspecto enjuto y rostro serio se dirigía cada día a mendigar a las escalinatas del templo. Sentado en la puerta pedía limosna con la mirada perdida, junto al chiquillo de grandes ojos que lo acompañaba para cuidarlo. Ciertamente, la escena lograba el cometido de enternecía el corazón de las beatas mas vehementes que visitaban el lugar. En pocos días, Domingo comprobó que aumentaban las aportaciones que los feligreses depositaban en el mugriento sombrero. Desde que el lazarillo lo acompañaba, aumentaron sustancialmente las recaudación, pero el viejo era un ser mezquino, egoísta y avaro.

A menudo recordaba cuando el cura sermoneaba.

- La raíz de todos los males está en el amor desmedido por el dinero, que condiciona a las gentes, extraviándolos de la fe cristiana y torturándoles con dolencias espirituales. Afirmaba desde el púlpito.

El afán desordenado y excesivo por poseer riquezas, y atesorarlas era lo que conducía a Domingo. Aunque, el ciego vivía de manera austera. Desde joven se acostumbro a alimentarse de manera sencilla y poco abundante. Es como si su aparato digestivo fuera como el estomago de un gorrión. Esa actitud ante el alimento, le aseguraba mantener su aspecto desnutrido y enjuto que le garantizaba el mayor éxito en su empresa; la de dar pena, y conseguir de esta manera las máximas limosnas.

Para no perder la costumbre hacia una cena frugal, aunque la mayoría de noches decía que el estomago lo tenia cerrado, y Edmundo tenia que resignarse e irse a dormir, sin echarse nada al gaznate.

Un día entrando por la carretera antigua del puerto tuvo una de sus primeras enseñanza que le hizo comenzar a espabilar. Al llegar al monumento al Almirante Colón, se pararon junto a la columna del insigne personaje, hallándose unos leones de bronce, y el ciego sugirió que se acercara al animal, y puesto allí dijo.

- Edmundo, acerca el oído a este león y oirás un gran rugido adentro.

Medio convencido, obedeció.

El ciego, al intuir que tenia la cabeza pegada a la bestia, pegó un fuerte garrotazo al cuerpo del animal que le duro el dolor de tímpano varias días.

- Debes aprender que para ser el lazarillo de un ciego, debes agudizar el ingenio y saber mas que el propio diablo.

Continuaron caminado, y tras un rato le mostró la moraleja.

- Yo no te daré riquezas, pero si advertencias para la vida. Advirtió.

Desde entonces, Edmundo tomó al ciego como un gran maestro porque en el oficio de engañar era un lince; con aspecto desvalido y un rostro tan humilde que lo hacia ser verosímil cuando engañaba al prójimo. Tenia innumerable manera de sacarle dinero a la gente; decía conocer oraciones para todos; para mujeres que estaban de parto, para las que no podían quedarse preñadas, para las mal casadas...

Numerosas fueron las penurias que pasó con el ciego anciano. Con las limosnas que sacaban cada día de mendigar en la puerta de la catedral tenían para mantenerse de manera holgada, pero él tan solo recibía las migajas.

Tras incorporarse el ciego de comer, al colgarse al hombro el zurrón, que portaba una cuña de queso y una hogaza de pan, le propinó un pescozón sin previo aviso.

- ¡Ya has hurtado queso, pillastre! Al sopesar que el bolso era más liviano.

Edmundo disgustado por la injusticia, pensó en como podía devolvérsela.

Caminando en compañía del ciego, observo en un tramo más adelantado del sendero un gran charco de agua. Y pensó en no advertirlo. El ciego al aproximarse comenzó a escurrirse, comenzó a hacer aspavientos con los brazos al comprobar que se escurría y perdía el equilibrio, revolviéndose cada vez mas en el lodazal. Que mal rato paso el indefenso anciano, al meterse hasta la cintura en el lodo, mientras vociferaba histérico.

- Auxilio ¡Socorro¡

- Esta me la pagarás, mequetrefe. Grito desafiante.

- Me distraje mirando los nidos en los árboles... Replico, permaneciendo fuera del alcance del anciano, a la vez que aparecía una sonrisa picarona en su boca.

Desde muy niño se atrevia a trepar a los árboles para coger los huevos de pájaros para comérselos. Una ocasión se cayó, y se rompió un brazo, pero no se amilano porque era una manera eficaz de mitigar el hambre. Muchas fueron las desdichas que paso con el ciego avaro, mas de cinco años de penurias que casi lo dejaron en el pellejo.

 


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