Rojo cristalino II

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La camisa arrugada que me dieron estaba percudida, tenía los puños y el cuello roídos, olía a esa ranciedad que le queda a la ropa cuando no se seca durante varios días.

Afuera, los ecos del megáfono comunitario daban indicaciones a la gente. Por la forma de dirigir, supe que mi compañero de guardias estaba a cargo - un hombre de 50 años, llamado Silverio. Era conocido por sus prácticas de ocultismo en las cuevas de los alrededores-.

Todos se estaban yendo, incluyendo los animalitos. Debe ser que el volcán va a reventar –pensé-, pero al instante Silverio repitió en dos ocasiones algo que me devolvió a una realidad olvidada: llévense también a los perros, no ayudan con la cacería de las bestias.

Las minúsculas ventanas del habitáculo me lo confirmaron, estaba dentro de la escuela, la habían adaptado para otros fines. Justo a mi derecha - reluciendo entre los ladrillos barnizados y los retazos de un dibujo arrancado de la Caperucita Roja-, había mesas de trabajo médico, los instrumentos acentuaban el frío decembrino en las faldas de la montaña.

La bullaranga enmudeció momentáneamente al escuchar los fuertes aullidos, pero inmediatamente recobró con más fuerza su clamor. ¡Vámonos, vámonos! –gritaban alarmados-. Hubiese querido correr para ayudar, pero mi cuerpo se desvaneció en un golpe caliente que poco a poco fue helándose hasta anestesiarme en mi sitio.

Tres días después, una de las enfermeras que venían diariamente me lo confirmo: todos llegaron a salvo allá abajo, hasta vino el ejército a ayudarnos, también ellos están bien espantados. Las enfermeras tenían algo en común: eran monjas. Parecía que se preparaban para una guerra.

Por fin me autorizaron salir al pueblo. Los militares tenían cruces pegadas en los cascos y calentaban sus manos con el humo de un anafre donde hervía café con canela. Baje por la colina y sumergí mis manos en el antiguo arroyo donde alguna vez los caballos de Cortés debieron haber bebido para refrescarse. Al contacto con el agua mis músculos se entumieron y los huesos se contrajeron involuntariamente. A través de la escasa  luz solar que se reflejaba en la nieve, pude observar, en la lejanía -como una basurita arrastrada por el viento-, el caminar de un hombre.

Fui hacia el salón y encontré a la superiora en la puerta, desempañando los lentes, para divisar mejor. Séquese la cara y traiga la camioneta –ordenó en voz baja cuando notó mi presencia-.

En menos de dos minutos estuvimos frente a frente con aquel hombre misterioso. Ahora si estamos completos –dijo la superiora-.

 

2

Al fondo de la estancia se observaba una puerta sin alma, coronada por una manija desgastada. Sombras yendo y viniendo se insinuaban por el resquicio debajo de la puerta. Alguien escuchaba en la estación de radio la hora de las baladas. Un pitido invariable se escuchó detrás de mí. Gire y me incorpore aun con dificultad, apreté el botón de apagado y el ruido de la máquina cesó. Alcancé un vaso de unicel y dos galletitas duras que restaban dentro de la caja. Mi vaho se confundía con el resuello caliente de la tetera.

Apenas me senté, una sombra firme se paró fuera de la puerta y deslizó la llave, sentí cada uno de sus dientes metálicos acoplándose al mecanismo interno de la chapa –dicen que el miedo te agudiza los sentidos, pensé-.

La puerta se abrió y apenas pude verlo de medio lado, su mano derecha sostenía una carpeta, colocó su pie para sostener la puerta y estiró el brazo izquierdo, escuché un pinchazo certero con el dedo de la mano y las baladas se quedaron mudas. Me sentí intimidado.

Debía tener unos 30 años, delgado y bien parecido. Usaba una camisa con clériman y zapatos negros bien lustrados  -reflejaban la sala perfectamente ajustada a la forma semiredonda de la punta-. Sus maneras lánguidas me recordaron a Carlos, pero la seguridad en su voz me tranquilizó.

Mucho gusto Guadalupe, soy Alejandro –dijo dándome su mano cálida–. Estudié este caso con mucha atención, lamento que no pudimos llegar antes, pero le aseguró que trabajaremos para detenerlos, aunque no será fácil. Son poderosos.

Se retiró hacia una gaveta y volvió con la escopeta de Carlos, busco apresuradamente en su bolso derecho el rosario que me había quitado el otro sacerdote días antes y lo enredó en el cañón. Improvisó una oración con las manos sobre mi cabeza y me roció con agua bendita. Huele usted a mierda –me dijo- .

Armados y bendecidos, requisamos casa por casa en busca de armas. Hicimos una pila enorme al centro de la plaza pública. 

 

Continúa...

 


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