Llegó caminando por una avenida solitaria. A su alrededor, miles de papeles cubrían el suelo. Un viento los levantó junto con tierra, formando una enorme y sucia espiral a su alrededor.
Alzó la mirada y leyó en el umbral de hierro unas letras despintadas. Aún podía leerse con claridad el nombre del lugar: “Zoológico”.
–Una entrada, por favor –dijo él.
–Gracias por la visita, que pase un buen día… Gracias por la visita, que pase un buen día… Gracias por la visita…
El robot de la cabina se había descompuesto; el autómata de tan solo un torso, una cabeza y un brazo, había quedado atrapado en un ciclo infinito.
El visitante se dirigió a la Sección de las otras etnias; un conjunto de jaulas formadas en círculo, ubicadas por zona geográfica.
–Excelente –dijo–, cada uno con los suyos.
Tomó luego el camino arbolado, caminando sobre las hojas que se pudrían en el suelo. Llegó así a La pecera de los feos, donde lo miraron con ojos bien abiertos apoyando los rostros contra el vidrio, aplastando las narices hacia arriba viéndose como cerdos.
–Quien diga que lo que importa es la belleza interior debería visitar este lugar.
Los individuos continuaron gruñendo contra el vidrio mientras lo llenaban de vapor y saliva. Los miró por última vez mientras movía la cabeza de un lado al otro en señal de desprecio.
Dio la vuelta alrededor de La pecera de los feos y dobló en la esquina llegando a La jaula de la ignorancia.
–No perderé mi tiempo escuchando conversaciones vacías y música espantosa –dijo. Pero los habitantes de aquella jaula no se percataron de su presencia.
Estaba oscureciendo y comenzó a tener hambre, entonces se dirigió a un pequeño puesto de comida:
–Un sándwich, por favor.
–tttttttt…
El robot que consistía en tan solo una cabeza adherida a un carro había perdido el habla, pero su mandíbula se seguía moviendo intentando saludarlo.
Puso unas monedas en la ranura y pronto un sándwich envuelto en nylon salió de la máquina. Se alejó de allí, mientras la cabeza robótica giró para seguir mirándolo:
–tttttttt…
Llegó a un pequeño puente, y desde arriba dejó caer un trozo del sándwich al corral que estaba justo debajo: El corral de la miseria. Los individuos de ese lugar eran los más carenciados de todo el zoológico, y se lanzaron hacia el alimento ansiosos por probar bocado.
–¡Ingratos! –dijo–, debí arrojarlo a la basura.
Ya era de noche cuando pasó de nuevo junto al robot de la entrada:
–Gracias por la visita, que pase un buen día… Gracias por la visita, que pase un buen día… Gracias por la visita…
Se alejó caminando por el medio de la calle sin mirar atrás, sintiéndose el único ser perfecto en una ciudad vacía.
Autor: FEDERICO RIVOLTA
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