Dentro y fuera (o Las amantes)

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DENTRO Y FUERA

           Sumida en el silencio está la casa, ese silencio que precede a las largas tardes de verano, silencio cálido y espeso, de cuerpos derrengados sobre el sofá y párpados caídos, silencio de sopor, de cierta melancolía, de cortinas echadas y penumbras violadas por un sol audaz que se filtra a través de las pocas fisuras y huecos que encuentra a su paso; silencio de café con hielo y pacharán, de rajas de sandía cuyos jugos rebosan hasta llenar el mantel de lamparones rosáceos; silencio de televisor apagado y vasos a medio beber. Silencio. Quizá el zumbido de alguna mosca, mientras liba las dulces gotas de zumo sobre la mesa derramadas, lo rasgue durante un fugaz instante, pero no turba apenas su encastillamiento tras las paredes blancas.

           Fuera el silencio no es tan acusado, aquí y allá suenan trinos y aleteos, más o menos distantes, más o menos atiplados, y un continuo rumor de insectos vibra en la atmósfera, un rumor que parece venir de todas partes, como un ejército de sitiadores. El aire, en cambio, está quieto, como en espera; sólo de vez en cuando alguna brisa, perezosa, se despierta para acariciar suavemente el dosel verde que forman las hojas de los árboles, a las que hace oscilar entonces como si fueran abanicos. Sobre esos mismos árboles el sol se derrama en sangre, sangre que, pocos metros más abajo, acrecienta el suave brillo de los lirios y trinitarias que lucen en los parterres. El jardín se muestra exuberante, tomado por limoneros pródigos e higueras de hojas anchas y arrugadas. También hay ciruelos, membrillos y abedules, y un buen surtido de chumberas, cuyas espinas semejan aviesos estiletes. Sobre las fachadas de granito de la casa, las enredaderas se despliegan como reptiles acezantes. La hierba luce fresca y de un verde muy vivo, color de arrayán; los aspersores la riegan dos veces cada día, a primera hora de la mañana y al morir la tarde. Es como una alfombra verde. A lo lejos, recortando el horizonte, se divisa un serrijón, sobre cuyas laderas se desliza asimismo la luz para resaltar sus tonos ocres.

           Es a este jardín al que ellas, huyendo del silencio de la casa, han decidido asomarse. Risas cómplices brotan de sus labios entreabiertos cuando se sientan bajo la techumbre verde que atempera los rayos del sol y forma sobre la grama un generoso círculo de sombra. Ríen despacio, como no queriendo delatar su presencia o, quizá más bien, no queriendo despertar a los que dentro tal vez duerman la siesta. Arriba, en el cielo azul, algunas nubes, muy tenues, se forman y disuelven lentamente, a capricho del viento, cuyos esporádicos soplidos para nada alteran en cualquier caso la perezosa quietud que impregna el aire. Ellas se abrazan. Sus risas previas se han atenuado hasta convertirse en sonrisas llenas de matices, labios que se comban para prolongar a través de su vuelo el brillo de los ojos, picardía y ternura combinadas en sonrisas que aúnan dos voluntades, en un resplandor compartido que viene a ser nuncio del deseo. Un beso apaga las sonrisas, lenguas que bucean más allá de la natural barrera de labios y dientes; manos que buscan asimismo el contacto sin restricciones, que apresan los cuerpos dentro de un lazo tan intrincado que no parece sino que se volvieran uno solo. Las pieles arden, arden por el sol y arden por el deseo expandido, y las manos se deslizan a través de esas pieles ardientes, pieles de bronce, aterciopeladas, de color canela; pieles que huelen a lima y limón, y a mandarina, y a fresa ácida.   

            Detenido queda así el tiempo en un único instante que se dilata y enrosca sobre sí mismo como tupida espiral, un instante que nace y muere entre besos y caricias, entre respiraciones sofocadas, alientos fusionados y sudores compartidos. Un instante infinito y dos cuerpos enredados en medio de un oasis verde y ambarino. Dos cuerpos que se complementan el uno al otro y que, por encima de todo, anhelan elevar sus sentidos al máximo exponente posible, más allá de la techumbre verde, más allá del cielo azul, más allá incluso de las estrellas. Dos cuerpos que se encaraman para abrirse y cerrarse entre estremecimientos de gozo, que trepidan y hierven en fiebre, que se arañan y muerden, ávidos de saciar un hambre que los espolea y transforma en fieras indomables. Las briznas de hierba se les clavan en la piel, alfileres verdes que horas más tarde, ya de noche, se convertirán en alfileres de plata bajo el reflejo de la luna. Pero ellas no sienten esos aguijonazos, ni siquiera ven ya el césped del que provienen, sus ojos están cerrados, han cedido el protagonismo a los otros sentidos, al olfato, al oído, al tacto, sobre todo al tacto, manos que suben por muslos desnudos, que se mueven entre fisuras y pliegues, entre ángulos y curvas, manos que escalan laderas y se hunden en grietas, que se humedecen con cálidos jugos, arrastradas por un remolino incoercible.

           El círculo de sombra se inunda de calor, del calor propagado por los cuerpos ceñidos, por la fricción de los vientres, por la miscelánea de íntimos vapores y férvida ambrosía que burbujea entre las piernas, en los sexos transmutados en volcanes. Tensos los dorados músculos, la carne encuentra en la carne su aliciente y su razón de ser, se acoplan con alborozo las caderas y las dos amantes vuelan, vuelan más allá de la techumbre verde, más allá del cielo azul, más allá incluso de las estrellas, vuelan y luego caen, despacio, como sutiles vedijas, hasta que, palpitantes sus corazones, abrazadas quedan sobre el suelo en la resurrección que sucede a la muerte.

            El viento emite un silbido y baten palmas las hojas de los árboles, espectadores de excepción que expresan de este modo su beneplácito. En el horizonte comienza la luz a tornarse bermeja, anticipo de los arreboles que anunciarán más tarde el rojo derrumbe del sol tras de las colinas. Dentro de la casa todo sigue en silencio.

                          

                              


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