Acosada por su propia historia, Marlene se refugió en una ciudad singular. Estaba decidida a comenzar de nuevo allí, para dejar que el tiempo amortigüe los recuerdos de un pasado tormentoso. Exhausta y vacía, no deseaba otro fin que el olvido. Con el correr de los días, se dio cuenta de que su elección no había sido casual: la ciudad que la acogió hospedaba a hombres y mujeres exiliados por desamor. Todos sus habitantes eran seres habitados por el fracaso amoroso. Opaca y gris, la urbe lucía como su gente: triste, solitaria, taciturna. El cielo siempre estaba nublado; la fisonomía urbana era sombría; el espíritu de sus habitantes, desangelado.
Los vendedores callejeros parecían depresivos, y los mozos de los restaurantes se mostraban fatigados y abúlicos. Los empleados bancarios demoraban una eternidad en atender a sus clientes, y los municipales dormitaban en sus escritorios, abatidos por el desánimo. La policía se caracterizaba por su pasividad, y los delincuentes por su ineficacia. En las plazas, las flores lucían marchitas, y los juegos para niños, despoblados. Los numerosos psicólogos de que disponía la ciudad no daban abasto para redimir a tanto sufriente.
Marlene era una mujer tímida pero apasionada. Y en esa metrópoli anodina sintió que no tenía esperanzas de hallar consuelo en el amor. Los hombres le parecían insensibles y reticentes. Las noches eran aburridas en una ciudad sin marquesinas ni neones, sin devaneos ni glamour. Apenas algún melancólico cafetín y un puñado de pequeños hoteles que acogían muy especialmente a poetas existenciales, sociólogos de género, pintores expresionistas y viajeros indiscretos.
Sin embargo, con un arrebato de ilusión propia de una primeriza en la ciudad, Marlene intentó cautivar a través de las redes sociales. Su primera decepción fue a manos de un suicida fallido, un hombre que había intentado quitarse la vida por un fracaso amoroso. A medida que conocía gente, el desengaño de la mujer iba en aumento. Cada vez que intentaba congeniar con alguien, renovaba su frustración.
Recién al cabo de un tiempo, Marlene logró aclimatarse a su entorno. Abandonó las redes sociales y colocó su libido en un proyecto personal. Fue entonces que se sintió un corazón solitario más, envuelta en la espesura de una ciudad de seres huraños y pusilánimes, la metáfora de un escenario de apocalipsis zombi. Al fin había logrado cambiar su tristeza por un estado semejante al de la insensibilidad. Fue allí que dejó de sentirse atrapada en ese universo indiferente para integrarse, definitivamente, a su ritualidad.
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