Mientras leo en voz alta, sonríe. Cierra los ojos al tiempo que una lágrima resbala por su rostro. El viejo acaba de morir.
Es mi trabajo. Ayudo a la gente mayor a hacer más llevaderas sus horas. Leo para ellos, les enseño alguna manualidad o simplemente escucho sus historias de juventud repetidas una y otra vez. Suelo definir mi labor como «alquiler de hombro por horas».
Julián no era diferente. Le encantaba leer novelas «de tiros» y era un maestro del dominó. Me narró su infancia en Teruel, de su duro trabajo como capataz en el campo, de la mili en Ceuta y de su familia.
Todavía no se lo había perdonado a sí mismo. Cuando su hija le dijo que estaba encinta tuvo una reacción que luego juzgó de imperdonable. No era arrojándola de su casa como mejor podía ayudarla, pero lo hizo.
Ella consiguió salir adelante sirviendo mesas en una posada. Nació su hija y, con mucho esfuerzo, además de cubrir sus necesidades básicas, cuando tuvo la edad suficiente, consiguió que accediera a estudios universitarios.
Tanto sacrificio fue minando la salud de la hija de Julián hasta el punto de costarle la vida cuando apenas contaba cuarenta años.
Hace una semana que he identificado a ese viejo. Desde que mi madre murió, he invertido gran parte de mi tiempo tratando de localizar al hombre que la había arrojado de su casa. Por fin lo había encontrado. Pero ahora, ante mí lo veía tan frágil, tan arrepentido…
Continúo haciendo mi trabajo, pero a partir de hoy, Julián y yo hemos alcanzado la paz.
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