No llueve mucho, aunque sí de forma insistente, esa lluvia fina y tenaz que suelen llamar sirimiri o, de forma más castiza, calabobos. El viento, en cambio, sí que sopla con fuerza, un viento impetuoso que, además del aire, agita el mar y lo hace rugir como si fuera un león. Las ráfagas son frías y vienen del norte; su empuje provoca que la lluvia caiga oblicua y se hinque en la piel como buidos alfileres.
Marta corre a lo largo del paseo marítimo, el fuerte viento dobla su paraguas y lo torna inútil en su labor protectora, haciendo de él más un estorbo que una ayuda. Pero tampoco, la verdad sea dicha, le importa demasiado mojarse, esa vendría a ser ahora la menor de sus preocupaciones. Lo que realmente le importa es encontrar a Manuel cuanto antes, ha desaparecido y en esas condiciones meteorológicas puede sufrir cualquier percance inoportuno. Marta no quiere ni pensarlo. Llena de angustia y desesperación, porfía en la carrera mientras sus ojos, moviéndose de un lado hacia otro como péndulos enloquecidos, se afanan en la búsqueda.
El tiempo empeora por momentos. La borrasca hace hincharse al océano, cuyas aguas dan la impresión de querer alcanzar las nubes. Grandes surtidores de espuma salen proyectados con fuerza tras golpear sobre el malecón las olas enfurecidas. Los miedos de Marta se intensifican al mismo compás que lo hace el temporal; las aguas están furiosas y en tal escenario tienden a atacar y llevarse consigo a cualquier víctima que puedan pillar desprevenida, generalmente a los más débiles e incautos. ¿Dónde se habrá metido Manuel? Sabe que a él le fascina el mar, que siempre le ha gustado sentir su presencia cercana, lo que acrecienta todavía más los temores de Marta.
Le encuentra finalmente sentando en un banco, impertérrito, ajeno al parecer a ese vendaval que zarandea cuanto halla a su paso sin ninguna clase de consideración ni respeto. Como no podía ser de otra forma, está de cara al mar, contemplando con arrobo su exaltado encrespamiento. Marta respira aliviada, ¡menos mal!, aunque el temor de que el mar se lo hubiese tragado no tarda en ser sustituido por el de que pueda coger una pulmonía: Manuel no lleva paraguas ni mayor protección que la del ajado impermeable que cubre su enteco cuerpo.
—Pero ¿qué haces aquí? ¿No ves el tiempo tan malo que hace? Sabes que no debes salir de casa tú solo, que es peligroso, y menos aún con este tiempo.
Él levanta entonces sus ojos y la mira con fijeza. Da la impresión de no comprender nada, en su mirada hay desde luego desconcierto, hay ausencia, mientras que en su voz lo que hay es un dejo de alarma:
—No la conozco, señora, ¿qué quiere de mí?
Marta siente unos deseos enormes de llorar, a duras penas consigue contener el aluvión de lágrimas que pugna por abandonar el manantial de sus ojos pardos. Prolongando ese esfuerzo de contención, mira a la persona sentada en el banco con una expresión que pretende ser severa, pero que en el fondo denota fragilidad, una mirada tierna como una flor. Extiende al propio tiempo sus manos hacia él en un gesto con el que le insta a levantarse.
—Vamos a casa, anda.
—¿A casa? Señora, usted se confunde.
Marta se siente impotente. No puede más. ¿Hasta cuándo las fuerzas le van a permitir soportar semejante situación? Las gotas de lluvia cabriolean en el circo del aire, acróbatas líquidos cuyo sesgado desfile se prolonga entre giros y volteos antes de verter su sangre, transparente como el alabastro, sobre la tierra.
—Pero ¿de verdad no sabes quién soy?
Él clava de nuevo en ella sus ojos lacrimosos, ojos diminutos asentados en lo más hondo de sus cuencas, ojos que a la luz del mediodía irradian destellos turquesas, como ondas submarinas.
—Su cara me resulta conocida, pero no, no sé quién es usted…. Tengo una hija que debe tener más o menos su edad. ¿Sabe? Se llama Marta y también es pelirroja como usted.
Con infinita lástima y también infinito amor, Marta le sonríe mientras toma entre las suyas una de sus manos y contempla la delicada muñeca, surcada de venas que semejan ríos de aguas azules. Consigue levantarlo de su asiento y le abraza con fuerza. Él no opone resistencia alguna, se deja hacer como un animalillo medroso. Apoyada la cabeza en su pecho, Marta percibe la respiración pedregosa por culpa del asma; sólo entonces permite que sus emociones se desborden y llora con absoluto desconsuelo mientras a sí misma se pregunta el por qué de tanta vulnerabilidad en los seres humanos, frágiles insectos que uno tras otro sucumben ante las pisadas del tiempo, estrujados, rotos, enterrados a la postre bajo espesas capas de olvido. Abatida, se dice que no hay ni puede haber lucha más desigual que la del hombre contra el tiempo.
—Vamos, papá, regresemos a casa –consigue decir tras secarse los ojos con un pañuelo; debe hacer un esfuerzo ímprobo para que su voz suene firme.
Tomados de la mano, el anciano y la mujer se alejan caminando. Ha dejado de llover y un sol asustadizo se asoma entre los cerros de nubes, luz que sesga el aire con brillo tímido. La lluvia reciente ha dejado no obstante tras de sí un hálito frío que se impregna en la piel como húmedo engrudo. Desde las ramas de los árboles siguen además cayendo gruesas gotas de agua, espesas lágrimas que hacen temblar las hojas de los rosales.
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