Como todas las tardes de sábado, Fermín se reunía con sus tres nietos para contarles sus «batallitas». En ellas, él siempre era el héroe. Arriesgaba su vida para salvar a algún herido, tomar la peligrosa colina o correr hacia su batallón bajo una lluvia de balas. Los niños abrían los ojos con admiración aplaudiendo las difíciles victorias conseguidas por su abuelo, seguidamente se llevaba a los tres niños a pasear y a comprarles helados.
Cuando Fermín se quedaba solo, un profundo malestar invadía su espíritu. La realidad le hería como un cuchillo. El recuerdo del camarada herido que abandonó mientras el ejército enemigo se acercaba, le perseguiría desde entoces.Trataba de creerse las narraciones que relataba. A veces, una lágrima se deslizaba por su rostro.
Una de esas tardes de sábado, tras el relato de sus hazañas, estaban los cuatro dando cuenta de unos helados sentados en un banco del parque. Sólo Fermín lo vio. Un niño en patines con un walkman por la calzada, el conductor de un deportivo distraído buscando unos papeles en la guantera….fueron los actores de la tragedia.
El abuelo no lo pensó un segundo. Salió corriendo en su dirección salvando la vida del patinador. En el hospital, curando la fractura de su pierna, Fermín era el hombre más feliz sobre la Tierra. Lo había conseguido. Todo el pueblo y en particular sus nietos, lo tenían como un héroe.
A los pocos días, Fermín recobraba sus historias bélicas pero ahora eran los niños, testigos de la aventura del parque, los que cantaban la gesta de su abuelo.
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