Durante muchos años el violín había sido propiedad de mi familia. Mi abuelo, un recalcitrante melómano, lo había adquirido en Madrid. El antiguo dueño decidió deshacerse de él porque «no era ningún Stradivarius». Resultaba evidente que no entendía demasiado de instrumentos. En la marca que llevaba en su interior se podía leer «Guarneri». Mi abuelo, muy hábil, lo compró como a regañadientes, simulando que le hacía un favor, ya que el instrumento mostraba una pequeña grieta.
Desde entonces ha presidido el mejor lugar en nuestros sucesivos hogares.
Protegido dentro de una delicada caja de madera con adornos de plata, constituía el bien más preciado para mi abuelo quien había intentado repetidas veces que su hijo aprendiera a tocar el violín, pero mi padre tenía un oído para la música similar al de un queso manchego y ambos desistieron.
Cuando nací, ese desenfrenado afán por conseguir que uno de la familia tocara el violín con perfección, me supuso horas de clase con don Cecilio. Paciente, pesado y… prehistórico. Luego estudié en el Conservatorio con excelentes resultados. Todavía recuerdo con cariño a mi profesora de Armonía, se llamaba Maribel y siempre lucía un color de piel envidiable.
Llegó un momento en el que yo debía salir del país para recibir clases de un nivel superior impartido por virtuosos. Lo que hoy en día sería un «máster». Fue entonces cuando a mi madre se le declaró una grave enfermedad cuyo tratamiento era caro, muy caro. De inmediato renuncié al viaje. Mi padre me llamó aquella noche para decirme que no tenía que abandonar los estudios porque tenía unos «dineros ahorrados para situaciones extraordinarias».
Tanto insistió que accedí.
Trabajé duro con los profesores en Alemania mientras, mi madre se recuperaba.
Recuerdo que, en la primera Navidad en la que volví a casa, eché en falta la presencia del violín del abuelo.
—Lo están reparando, adujo mi padre.
Entonces fui consciente de la realidad. Sus «dineros ahorrados para situaciones extraordinarias» consistían en la venta del preciado objeto recuerdo de su querido padre.
Seguí estudiando hasta que me convertí en un intérprete reconocido de ámbito mundial.
Mis padres seguían mi trayectoria artística por todo el mundo con orgullo.
Estuvieron a mi lado cuando tuve un affaire con una cantante austriaca que era, lo descubrí algo tarde, una auténtica arpía.
Soportaron con estoicismo las rabietas propias de un artista de élite, los caprichos, las manías…
Acabo de interpretar el «Concierto para violín y orquesta en Re mayor» de Beethoven. Ha sido un éxito. Antes de que los aplausos se extinguieran, pedí que mis padres subieran al escenario. Sorprendidos, subieron al mismo. Solicité un aplauso para ellos. Una niña trajo un enorme ramo de flores que mi madre tomó entre sollozos.
Una segunda niña acercó a mi padre una caja de madera con adornos de plata.
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