El tren llegó puntual. Había media hora de parada y Diego, como todos los días, descansaba de su puesto de maquinista hablando con Teresa.
Teresa regentaba, junto con su hermana, un puestecillo donde en invierno se vendían churros, porras y buñuelos con chocolate caliente. En verano se despachaban bebidas frias y frutos secos. Al puesto acudía el personal ligado al ferrocarril: revisores, fogoneros, carteros...y el maquinista.
Ambos se querían, pero también eran muy tímidos y sobre todo él, quien no veía el momento adecuado para declararle a Teresa sus sentimientos. Lo cierto es que hablaban poco, se lo decían con los ojos. Los ojos verdes de Teresa encandilaban a Diego. Por ese amor aguantaba con estoicismo que los hijos de la hermana se subieran a la máquina y lo tocasen todo. Cuando los niños acababan la visita se iban contentos con un trozo de carbón cada uno.
Se habían conocido tres meses antes en las fiestas de un pueblo vecino y desde entonces el maquinista acudía al puesto de Teresa a diario a comprar buñuelos, a pesar de lo mal que le sentaban a su úlcera de estómago.
Pasaron tres meses más y su relación no avanzaba. Aquel invierno fue muy duro y, debido a la nieve, el tren no pudo llegar durante una semana. Pasados esos largos siete días, Diego acudió con impaciencia y un ramo de flores al puesto, decidido esta vez a abrir su corazón a la dueña de los ojos verdes. Teresa no estaba. Supo por su hermana que el cartero, más resuelto que el maquinista, le había propuesto a Teresa tener relaciones serias y que con el tiempo convertirla en su esposa. Ella había aceptado. No podía esperar más. Sus amigas le comentaban que «se le pasaba el arroz». En aquella época la frase resultaba demoledora para una mujer
Diego comprendió que su indecisión le había hecho perder un tren que jamás regresaría.
Pidió el traslado y jamás se volvieron a ver
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