¿Alguien puede ver al mar?... Afortunados los que pueden. Yo sólo puedo ver un pedazo de cielo, las plantas verdes que viven en las macetas de mi terraza por aquello del feng shui y en las de mis vecinos de los edificios de enfrente, siendo que, por suerte, ellos me regalan la vista con las alegres flores rojas de los geranios o las fucsias de las bougainvillias. Lo que más me gusta es la copa del enorme castaño que crece delante del ventanal del comedor; las verdes hojas que gracias al buen tiempo y la lluvia han crecido prácticamente en una semana.
Pero abrir las cortinas y tener a la vista la testa del renacido árbol engalanando la profundidad de la estancia no sustituye la necesidad de encontrarme con los cambiantes colores, ora verdes, ora azules, de mi adorado mar, siempre en movimiento, siempre distinto. Y las olas, rumor que mece en sus brazos todas mis calamidades, mis temores, mis anhelos... Y en los atardeceres rosados, violáceos o rojizos, ver esconderse la bola ardiente en unas blancas nubes bajas o sumergirse en el agua plomiza del crepúsculo.
No sé si las gaviotas me echarán en falta, si los gorriones seguirán anidando entre las palmeras con su escándalo matutino o los mirlos se pasearán por los tejados.Lo que sí sé, es que un día me presentaré ante él, sorprendiéndolo tras mi ausencia, y me sonreirá ofreciéndome los reflejos del sol en su piel, con su canto rítmico acariciando mis oidos y posaré mi vista en su inmensidad, agradecida por poder estar ahí otra vez.
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