Mientras dormías, yo me aprovechaba para mirarte. Tu semblante siempre ha sido tan sereno e inocente, pero de esas características tenías poco y siempre sonreía al decírmelo. Tu cabello revuelto caía sobre tu frente, con cuidado descubría esa parte para depositar un suave beso. No despertabas, pero te removías un poco entre las sábanas, entonces me concentraba en los lunares de tu espalda; los conocía casi de memoria.
Era constante cuestionarme qué estaría pasando por tu mente, ¿recuerdos de la noche anterior?, ¿soñabas conmigo? Quién sabe, yo no siquiera lo preguntaba cuando despertabas. Qué más daba, al final lo primero que veías al despertar era a mí. No había un “buenos días” ni un beso antes, sólo nos quedábamos viéndonos a los ojos, ambos atónitos y quizá incrédulos a lo que veíamos. No podíamos creer que nos teníamos.
Sin embargo, un día yo ya no desperté antes que tú para admirarte; un día ya no había miradas; un día nos comenzamos a creer que nos teníamos y todo, absolutamente todo, se vino debajo de las sábanas y nunca salió.
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