El ser en la ventana

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A la vista de todo el barrio parecía llevar una vida tranquila, trabajaba las horas justas, dormía bastante y trasnochaba por igual en ocupaciones inútiles, leía cada vez menos, los libros pendientes se acumulaban con penosa prisa como el polvo en sus estanterías, como la ropa sucia, como cualquier deber posible en el último tiempo. Sus amistades, desconocidas o inexistentes; su familia, como cualquier otra, lejos de su aislamiento. Podía pasar días en completo encierro, sólo se oía música desde el interior de la casa, a veces, se veía una ventana abierta. Sus salidas eran breves, para comprar comida principalmente, sus sonrisas eran fingidas pero había aprendido a mejorarlas para los saludos de vereda.

Un fin de semana, mientras leía y bebía un té, algo llamó su atención, un ruido que provenía del baño, muy leve pero conocía bien los sonidos habituales de su vieja casa, caminó en puntillas por el pasillo, la puerta estaba entreabierta, encendió la luz de pronto y... allí estaba la blanca taza, la maltrecha ducha, el lavamanos goteando silente y esa pequeña ventana que siempre le había molestado, estaba descuadrada y con el marco mohoso por la humedad, pero su disgusto era tal que prefería ignorarla a realizar alguna reparación que le acomodara. En aquella figura extraña que mal podía llamarse rectángulo, sólo había un fondo negro recortado de la noche neblinosa del exterior. Decidió orinar ya que estaba allí y al voltear levemente la cabeza mientras lavaba sus manos chocó abruptamente la vista contra una figura ubicada en la ventana, aún con el sobresalto inicial mantuvo la vista fija en el ser humanoide que le observaba de vuelta, con los ojos hinchados y de un rosado amoratado al igual que sus labios y nariz, era una nariz grande, tenía cejas pobladas y oscuras y unas orejas casi puntiagudas que asomaban por los costados de su cabeza casi calva, pequeña y redonda. Su mirada era penetrante y llena de odio, lo que le hizo temer que le saltara encima y le hiciese daño, pero pasaron varios segundos y el ser se mantenía inmóvil en el marco, con los oscuros ojos fijos en los suyos, mas una vez que pestañeó, había desaparecido.

La única diferencia en su conducta que pudieron notar los pocos vecinos enterados de su presencia, fue que salía cada vez menos a comprar comida, el silencio y la eventual música se mantenían exactamente igual pero las pocas visitas que muy de vez en cuando recibía, cesaron por completo. En cambio, las visitas del ente se hicieron más recurrentes, ya no sólo le observaba, comenzó a mover sus grandes cejas, como si fuera a fruncir el ceño y sus amoratados y secos labios dejaron entrever sus horribles dientes manchados y torcidos.

Las noches le eran imposibles y con poco tiempo también los días, no importaba cómo ni a qué hora cerrara aquella ventana ni que tratara de ignorarla, el ente estaba ahí esperándole siempre. Trataba de aplazar sus idas al baño todo lo posible, sabía que lo encontraría y de las miradas penetrantes pero inofensivas, pasó al temblor de labios y cejas, los que denotaban odio e impotencia, una terrible ira y desprecio mal contenidos. Luego de algunos días comenzó a hablarle pero en susurros, siempre con esa ira y asco que se marcaban cada día más y cada vez huía del baño con temblores y los ojos inundados en lágrimas, se preguntaba por qué le ocurría aquello tan horrible, por qué ese monstruo le acosaba y no había nadie para ayudarle a quitárselo de encima.

Habían pasado ya varios meses desde la primera aparición de el ente, ya no se quitaba jamás de la ventana y para cada vez que entraba al baño, la horrida figura estaba allí, esperando en silencio; hasta que un día, con el hielo del miedo corriendo por cada arteria de su cuerpo, tomó valor del cansancio y cuando entró al baño y el ente comenzó a murmurar, le preguntó con desesperación qué buscaba y el ser respondió con la mandíbula apretada y dejando escapar gotitas de saliva de entre sus horribles dientes y una voz profunda casi gutural que le congeló la espina: quiero verte morir.

Dicho eso, el monstruo, con un rápido movimiento le puso un cuchillo bajo el mentón y sonriendo con esa mueca de desprecio casi como una amarga sonrisa que ya tan bien conocía y los ojos inyectados en sangre con los párpados hinchados, lo hundió en la carne.

Los vecinos acudieron días después al percatarse de que no había vuelto a salir. Al entrar se encontraron con la imagen de su cuerpo con la empuñadura asomándose por debajo de la cabeza, en el suelo, justo frente al espejo.


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